Me estremece hasta el tuétano cada criatura asesinada por su padre. La niña aterrorizada en su propia casa que fui saborea su vida adulta como un lacerante regalo. Y esas madres malogradas, sobrevivan o no a su propia carne. Cuando has visto a tu amatxo apalizada al borde de la muerte, te duele cada una de ellas como si fuera la tuya. Y esos hombres, novios, maridos, padres, también amorosos, convertidos en despiadados abismos por una socialización machista, histórica, arraigada, naturalizada, espantosa, persistente, sofocante... Esos hombres también me duelen. Cuánta pena, coño.

Sabemos que los feminicidios no son consustanciales a la condición humana, tampoco el patriarcado ni el binarismo de género, porque, de hecho, la condición humana es una ideación colonial cada vez más inasible. Hay pueblos originarios que hoy persisten donde no se ha dado una violación en generaciones, esto nos lo explicó la antropóloga Rita Segato. Si es construido históricamente, puede transformarse. En esa estamos, y aunque me duela cada muerte, y porque me duele, no tiro la toalla feminista ni me lanzo al punitivismo neoliberal.

Por cierto, me enerva sobremanera que se nos insista mediáticamente en que nuestras adolescentas de cualquier género nos vienen bien machistas, sobre todo ellos, los identificados como ellos. Ese alarmismo de la desesperanza tan viejuno. ¡Espera, que vamos a pedirles a una nueva generación que disuelvan el patriarcado milenario que heredaron, así, porque nosotras nos movilizamos masivamente contra La Manada en 2018! No, me parece injustísimo, y paralizante.

Tampoco me termina de convencer lo de la violencia vicaria: no siempre que un macho agrede a su criatura es para dañar a la madre, o no solo. Esas niñas, niños, niñes, tienen entidad, o la tenían, la tendrán siempre. Desde que nací, mi aita solo pegaba a mi amatxo si estaba yo delante. Por cierto, ved "¿Quién puede matar a un niño?", peliculón de Chicho Ibáñez Serrador de 1976. Un poquito de venganza infantil...