Itziar Ziga
Itziar Ziga
Una exrubia muy ilegal

La hora de María Magdalena

Al parecer, Pedro siempre andaba celoso de su cercanía al Salvador y empezó a criticarla, acusándola de entrometida, charlatana, loca y puta: el típico linchamiento misógino, vaya

Hace poco me enteré de que el sumo pontífice, ascendió en 2016 a María Magdalena de prostituta endemoniada a apóstol. A mí, la Magdalena, a parte de salivar imaginándola empapada en colacao con cognac, pero eso apostaría que le pasa a todo el mundo, me evocará siempre a una noche akelárrika en que terminé follando con mis amigas contra los muros de la ermita más antigua de Barcelona, que lleva su nombre. Hasta prendimos una hoguera, por puro vicio: era junio. En medio del Raval, entre un cuartel benemérito y una comisaría de los mossos. ¡Y no vinieron a por nosotras! Hay cosas que solo pueden atribuirse a las sorginas, o a las santas, quién sabe. También recuerdo a furibundas gentes del Opus Dei insultándonos a las puertas de los Cines Golem cuando entrábamos a ver “La última tentación de Cristo”, 1988. Una bella y desértica ficción donde la de Magdala pasa la noche con el Mesías. No recuerdo imágenes de sexo, menos aún al nivel de las que evocaba unas líneas arriba, pero espero que follasen. Siempre deseo que la gente folle.

Las católicas feministas, que son la hostia de fantásticas, siempre la han reivindicado: fue ella quien se quedó a los pies de Jesús crucificado, junto a su gran amiga y madre de la criatura, María. Arriesgando sus vidas, mientras los apóstoles huían. Aterrorizados, pero huían. Al parecer, Pedro siempre andaba celoso de su cercanía al Salvador y empezó a criticarla, acusándola de entrometida, charlatana, loca y puta: el típico linchamiento misógino, vaya. Él es el puto amo; ella, la repudiada. Hasta ahora. Aquella revuelta justiciera en Palestina, que prendió entre las mujeres y los desheredados, fue traicionada en los primeros siglos, convirtiéndose en una estructura jerárquica patriarcal, instrumento de dominación de los pueblos. San Agustín nos crucificó: el marido ama a la mujer porque es su esposa, pero la odia porque es mujer. Aterra que ese mandato de hace quince siglos siga malográndonos como gente. Y excita que algo esté mejorando, incluso en el Vaticano.

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