Dabid Lazkanoiturburu
Dabid Lazkanoiturburu
Nazioartean espezializatutako erredaktorea

Bolivia: Radiografía de un golpe cristofascista

Por si alguien dudaba de que desde el pasado domingo hemos asistido a un golpe de Estado contra el gobierno legítimo del presidente, Evo Morales, la irrupción y conquista del poder por parte de representantes de sectores integristas cristianos alineados con el cristofascismo del brasileño Jair Bolsonaro arroja luz sobre  un proceso que busca, sobre todo, cortar en seco el proceso de dignificación de la mayoría, índígena, de la población de Bolivia.

Cuando el domingo pasado el comandante de las Fuerzas Armadas bolivianas, Williams Kaliman Romero, salió en televisión y «sugirió» a Morales que renunciara, la suerte estaba echada. El Ejército, que durante los trece años de gobierno del primer presidente indígena del país, había mantenido su fidelidad –a cambio de ella, disfrutó de prebendas económicas y solo fueron juzgados y condenados tres comandantes que participaron en 2003 en la represión de la revuelta popular contra Gonzalo Sánchez Lozada–, tomaba partido.

Pero que no estamos ante una asonada militar lo prueba el hecho de que el propio Kaliman ha sido cesado, y sustituido por alguien más afín, por el nuevo poder. Fuentes solventes aseguran que hubo y hay división en el seno de la Armada, mayor según se va descendiendo en el escalafón de graduación.

Quienes tenían cuentas pendientes con Morales y actuaron como fuerza de choque (fascio) fueron los policías, que ya en 2008 protagonizaron un motín similar contra el Gobierno indígena. Los sucesivos relevos en la cúpula policial para intentar zanjar la rampante corrupción policial y el resentimiento ante un supuesto trato de favor gubernamental a los militares, tanto a nivel salarial como en pensiones, hicieron el resto y animaron a sumarse al golpe a un estamento conocido por su histórico racismo contra la población indígena.

Pero los verdaderos impulsores y protagonistas del golpe han sido los sectores integristas cristianos y abiertamente racistas, impulsados sobre todo desde la opositora provincia oriental de Santa Cruz.

Morales, aimara del altiplano que tuvo que emigrar con sus padres a la provincia cocalera de Cochabamba, siempre supo que el «rico» , industrial y hacendado Santa Cruz y en menor grado as provincias limítrofes eran el talón de Aquiles de su proyecto, ya que nunca asumieron que llegara a la presidencia del país.  De ahí que prácticamente desde su primer mandato, tratara de negociar con los empresarios y hacendados del Oriente boliviano un acuerdo, siquiera de conveniencia. A lo que se ve ahora, su éxito fue como poco relativo

El líder del comité cívico de Santa Cruz, Luis Fernando Camacho, es en este sentido el nuevo hombre fuerte de Bolivia. En el doble sentido de la palabra. No en vano se arroga el apodo de «Macho Camacho» por su presunta «virilidad».

Pero este no es sino uno de sus rasgos complementario. Hijo de un rico empresario de seguros de Santa Cruz, «Macho Camacho» es un destacado miembro de la élite cruzeña que va a todas partes con el rosario en una mano y la biblia en el otro. Y escenifica el fervor religioso (se arrodilla en cualquier momento para rezar) con el que adorna su fé neoliberal y su apuesta política ultramontana en lo social.

El binomio lo completa Jeanine Áñez, flamante autoproclamada presidenta de Bolivia con menos de 50.000 votos, los que fueron suficientes para que lograra su escaño de senadora, y por ende de vicepresidenta segunda de la Cámara Alta, lo que le ha catapultado a tan alta distinción.

No es menos alta la autoestima de Áñez quien, tras su imagen de show woman talludita y maquillada, esconde asimismo un racismo contra los indígenas que no puede disimular en nombramiento de una ministra de Cultura aymara ni la apresurada retirada de tuits suyos como el que rezaba aquello de «Sueño con una Bolivia libre de ritos satánico indígenas; la ciudad no es para los indios, que se vayan al altiplano o al chaco».

Biblia en mano, a la «presidenta»  le ha bastado con «Dios de vuelta al Parlamento»,para ser designada sin quorum alguno máxima mandataria del país. Pero en realidad no es sino un florero al servicio de intereses oligárquicos y empresariales que han sabido explotar las debllidades por el desgaste del poder y los «errores», reconocidos por el propio Morales para sacarlo del poder.

El presidente legítimo, en el exilio en México, no ha explicitado cuáles fueron esos «errores» pero no hay duda de que su derrota por la mínima en 2016 en el referéndum en el que pretendía aspirar a un cuarto mandato fue una señal-advertencia para Morales. La decisión de los tribunales de avalar su candidatura no hizo sino acrecentar la desconfianza de algunos sectores que le habían secundado en sus primeras legislaturas. Todo ello, sumado a las críticas desde el interior de indigenismo a su supuesta «apuesta extractivista» y la gestión gubernamental de los incendios en la Chiquitanía y en la Amazonía boliviana –que batía todos los records de incendios mientras los occidentales, guiados hábilmente por el francés Macron, nos obcecábamos con Bolsonaro– pasaban factura a la popularidad de Morales. Y la derecha lo vio.

En esas llegaron las presidenciales del 20 de octubre. Estaba claro que el resultado iba a ser cerrado. En medio de un recuento de infarto, la suspensión del escrutinio provisional durante 24 horas fue la excusa para que la oposición denunciara un fraude masivo. Al no llegar al 50% más uno de los votos, el presidente necesitaba aventajar en 10 a su rival.

El domingo, con el 83% del recuento, aventajaba en 7,8 puntos al líder derechista Carlos Mesa (45,7% a 37,9%). Al reanudarse el lunes la publicación del recuento, al 95% del contaje, la diferencia superaba los 10 puntos (46,8% frente a un 36,3%), diferencia que se consolidó al terminar el recuento.

Este apagón del recuento fue utilizado por la oposición para denunciar fraude y salir a la calle, en protestas en las que no faltó el incendio de sedes de recuento oficial. Todo ello unido a acusaciones de que en algunas mesas electorales Morales habría logrado el 100% de los votos conformaron los principales argumentos en los que se basó la OEA para denunciar el mismo domingo pasado sus sospechas de irregularidades electorales.

Hay informes, como el del CECPR, centro de investigación con sede en Washington y en cuya junta consultiva están, entre otros, el premio Nobel de Economía Joseph Stiglitz, que niegan fraude alguno y aseguran que el cambio de tendencia en el voto se explicaría en el contraste entre el voto urbano y el rural. El primero, con más sectores de clase media y alta, es menos proclive a Morales y sus actas llegan antes que las de las zonas rurales y pobres, de las que proviene el propio presidente legítimo.

Una semana después, y a la vista de los acontecimientos, elucubrar sobre lo que pasó sirve de poco. ¿Tuvo miedo Morales o su equipo de afrontar una segunda vuelta tras la derrota de 2016?.

Lo único claro es que, forzado o no, acabó asumiendo la posibilidad de una segunda vuelta y finalmente unas nuevas elecciones. Un escenario que Mesa y los suyos habían aceptado.

Pero también era tarde para ellos, que se vieron sobrepasados por la ultraderecha y el movimiento abanderado por Camacho, que aprovechó el malestar contra el gobierno en el seno del sector minero de Potosí para sumar a su causa al líder del comité cívico de la ciudad situada bajo el mítico cerro, Marco Pumari.

¿Tenían miedo de que Morales pudiera ganar en segunda vuelta e incluso unas nuevas elecciones? Probablemente. Lo que está claro es que esos sectores rigoristas cristiano-evangélicos, que son una versión boliviana del cristofascismo del presidente de Bolivia, Jair Bolsonaro, supieron aprovechar, con el concurso del motín policial, la confusión y la inicial desmovilización en la calle de la izquierda –en la que habían asomado sectores críticos con Maduro–, para dar el golpe de gracia al gobierno.

No pasará mucho tiempo –si no lo han hecho ya– antes de que esas voces se arrepienten.

Pero, y ahí me atrevo a aventurar –y a esperar–, quizás tampoco pase demasiado tiempo antes de que esa ultraderecha cerril y decimonónica se dé cuenta de que quizás ha cometido un error al pasarse de frenada y no haber asumido, como defendía los primeros dias el propio Mesa, el riesgo de echar a Morales a través de las urnas.

Por contra, han perpetrado un golpe de Estado con el que pretenden que Bolivia regrese en el tiempo no ya a 2003 sino incluso al siglo pasado e incluso más atrás, cuando los indígenas eran seres sin derecho alguno y condenados a la servidumbre paternalista.

Llegan tiempos duros para Bolivia pero la derecha boliviana ha demostrado el mismo maximalismo y cortedad de miras que la sempiterna oposición venezolana, que no termina de asumir que, tras la era chavista, ya no existe ni existirá esa Venezuela gobernada por las élites que tanto añoran. Y que el Brasil de Bolsonaro y del juez Sergio Moro, que no contentos con prohibir a Lula que se presentara en las elecciones lo metieron entre rejas. Abochornado por un proceso judicial escandaloso, la alta judicatura se ha visto ahora forzada a excarcelarlo.

La diferencia es que Bolivia no es Venezuela y la que ayer era oposición está en el poder. Y que esta tiene a su favor que la crisis política en el país andino no es sino uno de los escenarios de la pugna que protagoniza EEUU contra la expansión económica, y por tanto, geoestratégica, de China en el continente latinoamericano.

 

 

 

 

 

 

 

 

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