Dabid Lazkanoiturburu
Dabid Lazkanoiturburu
Nazioartean espezializatutako erredaktorea

Elecciones en EEUU, agárrense que viene curva

Las presidenciales del 3 de noviembre, en las que se conjuga la polarización de la sociedad estadounidense y los efectos de la pandemia en su mismísimo epicentro mundial, se presentan como la «tormenta perfecta».

Las encuestas auguran una ventaja media de 6,5 puntos al demócrata Joe Biden. Distancia que, con una alta participación, podría suponer una diferencia de 5 millones de votos a favor del exvicepresidente de Obama sobre el actual inquilino de la Casa Blanca, Donald Trump.

Diferencia que, habida cuenta del obsoleto sistema electoral de EEUU (la victoria en cada uno de su cincuentena de estados garantiza al ganador todos sus votos electorales), podría ser insuficiente. Cabe recordar que, en 2016, Hillary Clinton sacó a Trump una diferencia de 3 millones de votos... y perdió.

Al magnate le bastaron 70.000 votos de diferencia en tres de los estados clave para alzarse con la sorprendente victoria.

Los analistas apuntan a que, incluso si Biden arrebatara a Trump varios estados que ganó en 2016 como Pennsylvania –estado natal del demócrata–e incluso Michigan -las encuestas son  favorables al exvicedresidente–, al presidente actual le podría bastar con volver a amarrar Florida, Carolina y Wisconsin para revalidar el cargo.

Asistiríamos así a una reedición de una derrota en apoyo popular convertida en victoria gracias a la obsolescencia del sistema electoral estadounidense.

Solo ha ocurrido tres veces en su historia de 200 años que el candidato menos votado se convirtiera en presidente, dos de ellas desde el año 2000 (George W. Bush frente a Al Gore aquel año, y el propio Trump frente a Clinton en 2016). Sería la tercera vez en 20 años si se repitiera el escenario.

La victoria de Trump es, por tanto, improbable, pero posible. Y no solo por razón del sistema electoral. Pese a que pase normalmente desapercibida, no conviene desdeñar –y menos en una sociedad cada vez más polarizada como la estadounidense–, el impacto en los resultados de la tradicional estrategia conservadora que consiste en utilizar el control de los tribunales en los estados conservadores para obstaculizar la inscripción en el registro electoral de las minorías, proclives a votar demócrata.

Tampoco conviene desdeñar el hecho de que todo presidente parte con ventaja para su reelección para un segundo mandato. Se cumple más de un cuarto de siglo desde que George H. W. Bush (padre) perdió en 1992 su reválida ante Bill Clinton (marido).

Win-win

Pero incluso si Biden no solo le superara en voto popular sino que lograra los 270 votos electorales para ser investido presidente, ni así se da por segura la derrota de Trump.

Tal y como hizo en 2016, el magnate ha aireado la posibilidad de un fraude para anticiparse a un eventual mal resultado y abrir brecha. Y airear el «fantasma» del voto por correo le viene al pelo.

El voto por correo es tradicionalmente alto en EEUU. No hay que olvidar que las presidenciales del primer martes de noviembre se celebran en día laborable. En 2016, 33 millones de electores votaron por correspondencia.

Teniendo en cuenta el impacto de la pandemia del coronavirus, los expertos auguran que esta vez podría haber entre 50 y 70 millones de votos por correo. Y el recuento de miles de ellos en los estados clave puede ser, además de decisivo, lento. Es probable que el vencedor de las elecciones no se conozca la misma noche electoral.

Ahí se inscribe la estrategia de Trump de denunciar un fraude masivo a través del voto por correo. Pese a que el FBI insiste en que nunca ha constatado tentativa alguna a escala federal de fraude nacional, el magnate utiliza el clásico recurso de las fake news, repetir una idea hasta dar la impresión de que es cierta.

Entre sus atribuciones, el presidente podría presionar a los tribunales para forzar un nuevo recuento en los estados clave, o podría, a través de esos mismos tribunales, de los gobernadores republicanos e incluso del ministro de Justicia, paralizar a partir de cierto momento el contaje de los sufragios y certificar los resultados incompletos como definitivos.

El dedo y la luna

Y, si todo ello fuera insuficiente, siempre le quedará el Supremo.

En el año 2000, la máxima institución judicial estadounidense rechazó la demanda demócrata de un nuevo recuento en Florida (la ventaja de Bush fue de 600 votos). Su rival, Al Gore, desistió, tras varias semanas de tensión, de insistir en su exigencia y reconoció su derrota.

Un escenario prácticamente impensable con Trump. Y menos cuando acaba de apuntalar la mayoria conservadora en el Supremo tras la muerte de la juez progresista y feminista Ruth Bader Ginsburg.

El alto tribunal podría convertirse en juez y parte en el resultado de las elecciones.

E incluso si Trump sufriera una derrota sin paliativos en las elecciones, de modo que no tuviera margen alguno para poner en duda la victoria de su rival, esta podría ser pírrica y en la práctica inocua para los republicanos, precisamente por la composición retrógrada del Supremo.

Sus jueces tienen en sus manos los dossieres que marcarán en las próximas décadas la vida real de los estadounidenses, desde la sanidad (Obamacare, proyectos de cobertura universal), el aborto, el peso de la religión, los derechos de los homosexuales y de las minorías, la cuestión de las armas, la inmigración... Hay pocas dudas sobre el sentido del voto de la sustituta de Ginsburg, la jueza ultracatólica Amy Coney Barrett.

Una eventual Administración demócrata estaría atada de pies y manos si apostara por intentar siquiera modular el destino de EEUU. Mientras tanto, seguiríamos mirando al dedo (electoral), no a lo verdaderamente decisivo, la luna.

 

 

 

 

 

 

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