Dabid Lazkanoiturburu
Dabid Lazkanoiturburu
Nazioartean espezializatutako erredaktorea

Lukashenko será pronto, si no es ya, fruta madura para Putin

Tres semanas ha tardado el presidente ruso, Vladimir Putin, en romper su silencio sobre Bielorrusia y en dar por buena la victoria con más del 80% de los votos de su homólogo bielorruso, Alexandr Lukashenko, en las presidenciales del 9 de agosto. Su crédula declaración fue precedida además por el anuncio de que, tal y como le habría implorado este ultimo, el Kremlin tiene preparado un destacamento especial de reservistas para entrar en Bielorrusia y cortar por lo sano si la situación queda fuera de control.

No lo debe tener muy claro Putin, y menos el propio Lukashenko, cuando las manifestaciones opositoras se suceden todos los días y devienen multitudinarias todos los fines de semana, la última el pasado domingo. Una oposición que, no se olvide, tiene a su favor la presión creciente de la UE y, por extensión, de EEUU.

Pero, ¿a qué semejante tardanza por parte de Putin a la hora de dar el paso y marcar el terreno y las líneas rojas a Occidente sobre la Rusia Blanca (Bielorrusia)? El inquilino del Kremlin no ha olvidado el desplante de Lukashenko y su negativa a acceder a una unión estatal entre Rusia y Bielorrusia que más parecía una pura anexión. Y ha hecho pagar el reciente y táctico acercamiento a la UE del presidente bielorruso, que siempre ha jugado a medrar, como hábil equilibrista, en la delgada cuerda que separa a la Europa occidental y central del gigante euroasiático.

Lukashenko, quien se atrevió a jugar con fuego al borde del precipicio, ve que su futuro político, cuando no su seguro de vida, está en manos de Putin. Fruta madura, lista para ser engullida o macerada en almibar. 

Porque dos son las opciones del «nuevo zar» de todas las Rusias, incluida Bielorrusia. 

La primera consistiría en implicarse a fondo, manu militari si hiciera falta, en el mantenimiento nominal en el poder de Lukashenko, obligado a firmar la Unión con Rusia. El problema es que ello podría conllevar la tranformación del deseo de cambio político en Minsk en una animadversión contra Moscú que, al contrario que en buena parte de Ucrania, no se ha dado históricamente ni se da a día de hoy en Belorrusia.

La segunda opción, esbozada ya por nuestro colaborador Pablo González, pasaría por emular el ejemplo armenio, cuando las protestas populares de 2018 desembocaron en el derrocamiento del gobierno y su sustitución por un nuevo poder que no ha modificado el alineamiento histórico de Erevan con Moscú.

La UE sabe que Bielorrusia no es Ucrania e incluso creo que no está dispuesta a repetir los errores que han acabado convirtiendo a este último país en un Estado fallido y escenario de un conflicto militar latente que Rusia se encarga de mantener vivo.

De ahí que no falten voces en Bruselas que abogan por una solución a la finlandesa, cuando el país nórdico fronterizo con Rusia mantuvo durante toda la Guerra Fría una neutralidad exquisita que permitió que su democracia representativa y su economía de mercado (capitalista) no enervara a la entonces Unión Soviética.

El problema es que, como ha reconocido el propio Putin, Bielorrusia «es un país muy cercano, quizás el más cercano para nosotros».

Demasiado cercano, y no solo geográficamente. Ni Putin tras la reforma constitucional, ni los distintos sectores que pugnan por el poder, y muchísimo menos la situación económica, política y social en Rusia están para bendecir aventuras de ninguna clase no ya en su patio trasero sino en su mismísimo portal.

Y, si no, que se lo pregunten al opositor Navalny. Eso cuando recupere la consciencia en el hospital. Si lo logra.

 

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