Incapaz de digerir la deshonrosa retirada de EEUU de Afganistán hace medio año, el presidente Biden ha anunciado que no solo mantiene secuestrados los fondos soberanos afganos (7.000 millones de dólares) sino que, lejos de devolverlos al poder actual en Kabul, el talibán, los va a destinar, a partes iguales, a indemnizar a las víctimas de los ataques del 11-S y a «ONGs autorizadas» para que los distribuyan entre los sectores afganos más necesitados.
Ya tiene bemoles que sea la Casa Blanca la que decida quién, cómo y cuando recibe 3.500 millones en un país que hace tiempo se ha asomado a una hambruna general.
Pero lo de reservar los otros 3.500 millones a demandas por los atentados contra las Torres Gemelas y el Pentágono, con todo el respeto a sus víctimas, suena a delito. Puro y duro.
No seré yo quien defienda a los talibán, pero conviene recordar que nunca se ha probado su responsabilidad en el 11-S, más allá de que acogieron en su emirato al líder de Al Qaeda, el millonario saudí Osama Bin Laden que envió a los pilotos kamikazes, la mayoría, por cierto, de su misma nacionalidad.
Sin olvidar que ningún país puede retener los fondos soberanos de otro por mucho que su gobierno le parezca una aberración, lo que no puede hacer EEUU es castigar por su mal perder a la población afgana, esa que se conjuga en femenino y a la que tanto apela. Y que no tiene qué dar de comer a sus hijos.
