Ese es el título de un precioso cuento infantil en el que se fantasea con los lugares donde pueden habitar las hadas, esos seres imaginarios que transmiten ilusión. Yo no puedo evitar acordarme de ese cuento cuando leo las sentencias con las que me dejan anonadada los y las señoras de la judicatura. ¿Pero dónde viven los jueces?, me pregunto, porque algunas decisiones parecen distópicas, desconectadas del mínimo sentido común y, por supuesto, de los principios democráticos que, teóricamente, deberían defender. A veces nos dan una alegría y la calabaza se convierte en carroza para ir al baile. El Tribunal Supremo de Suecia ha denegado la petición de extradición a Turquía de un periodista kurdo. Y una de las razones ha sido que dicha extradición conllevaría peligro de acoso basado en opiniones políticas. Los jueces suecos no viven en una torre muy, muy alta, como las hadas del cuento. Conocen la terrorífica realidad del autoritarismo político turco.

Ese mismo día, sin embargo, vimos las caras más conservadoras de la justicia. Una, la del Tribunal Superior de Londres: considera legal que el gobierno derive a los inmigrantes ilegales a Rwanda, aunque recomienda analizar los casos individualmente. ¡Qué detalle! La otra es de sobra conocida y criticada: el Tribunal Constitucional español ha vetado la tramitación de la ley de reforma del Código Penal en los puntos referentes precisamente a dicho tribunal. Es decir, han dicho que no a reformarse a sí mismos.

Los jueces, salvo honrosas excepciones, en vez de leerle la cartilla democrática al Ejecutivo, como es su deber, se han convertido en el mayor obstáculo para avanzar. La regresión de grado a los presos vascos es un ejemplo que clama al cielo.

La democracia que vivimos no es un cuento de hadas. Es frágil y no genera ilusión. Pero no hay alternativa posible que no pase por profundizar en ella. Reflexionar sobre el fortalecimiento de la cultura democrática como una reivindicación radical debería ser una prioridad para la izquierda.