Uno de los grandes desafíos de hoy en día en la búsqueda de la cohesión social es encontrar el equilibrio adecuado entre la razón y la emoción. Parece que las sociedades modernas, con su complejidad y diversidad, requieren mucho más que estructuras políticas y económicas bien diseñadas para prosperar. Les falta un lazo social que ligue a sus ciudadanos, un sentimiento compartido de pertenencia y propósito. De hecho, se afirma, las sociedades modernas son hidropónicas, como un tipo de agricultura, porque crecen sin raíces profundas. La tentación de recurrir a la emoción es fuerte, porque la democracia, per se, no asegura ese vínculo. La ultraderecha populista juega mucho con la emoción y consigue mediante la difusión de sentimientos como la desconfianza, la soberbia y la xenofobia, una sensación de unidad que no asegura la solidaridad que una sociedad moderna necesita para funcionar. Más bien todo lo contrario.

Es sabido que los movimientos progresistas son, no solo pero sí en gran medida, hijos de la racionalidad científica. La frase «La verdad es revolucionaria», atribuida a Gramsci, es un ejemplo de la fe que la izquierda ha tenido en la ciencia y en los valores racionales. Son la condición indispensable para diseñar determinadas políticas fiscales o ecológicas, entre otras. Como el debate racional brilla por su ausencia, desde posturas progresistas hay quien dice que hay que ganar a la derecha en su terreno, en el de la emoción. Pero esto también tiene sus riesgos. Quizá habría que ganar a la derecha sumándole valor emocional a lo racional. Es decir, imbuyendo los valores democráticos de justicia e igualdad con una carga emocional que los haga irresistibles. Oír decir a Arnaldo Otegi que el éxito de EH Bildu reside en su honestidad, además de emocionar, nos identifica con un trabajo político racional. Una sociedad igualitaria y a la vez respetuosa de la pluralidad, o sea, democrática, es una sociedad más feliz. Tenemos que creérnoslo y hacerlo creer.