Oriol Andrés Gallart Beirut (Líbano)

Los refugiados sirios, huéspedes incómodos en Líbano

La proclama, en árabe, está impresa sobre una lona de dos metros de largo por uno de alto. El mensaje es simple: «Los trabajadores extranjeros no tienen derecho a estar en la calle de las nueve de la noche hasta las seis de la mañana si no es con autorización del Ayuntamiento». Estamos en Houmal, un pueblo de mayoría cristina de 1.500 personas a pocos kilómetros de Beirut. Aunque la pancarta hable de «trabajadores extranjeros», en el pueblo todos saben que el mensaje no es general. Los «extranjeros», en Houmal, son los sirios. La lona está colgada al lado de la gasolinera, un punto estratégico ya que cada mañana, decenas de sirios se reúnen allí a esperar si alguien les contrata para trabajar.

Desde que empezó el conflicto en Siria, la ONU ha registrado más de 2,2 millones de refugiados. Principalmente en Jordania, Turquía, Irak, Egipto y Líbano, siendo este último el que más refugiados ha recibido. Los sirios inscritos en el registro de la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) en el país del cedro superan los 800.000, si bien se estima que la cifra total sobrepasa de largo el millón de personas. En Líbano, la población supera por poco los 4 millones de personas. Esto significa que en dos años y medio, el país ha recibido un flujo de refugiados próximo al 25% de la población.

En un país con instituciones fuertes y una sociedad cohesionada, la acogida de un grupo humano de tales dimensiones supondría un reto logístico y cultural. Líbano, escribía recientemente el columnista local Hussam Itani en el prestigioso diario en árabe «Al Hayat», es un «país que va camino de convertirse en un Estado fallido, cuyos aparatos están colapsando uno detrás de otro en medio de la indiferencia general». Atrapado desde hace meses en una nueva crisis de Gobierno y con una sociedad civil muy segregada, el reto fácilmente deviene conflicto.

Siria y Líbano son países con lazos estrechos, también entre sus comunidades. Hay matrimonios mixtos, relaciones familiares, de amistad, de negocio. Por ello, muchas casas libanesas acogieron desde el inicio a población refugiada. Pero con la agudización del conflicto y del número de personas refugiadas, los sirios se han convertido en cabeza de turco de los males del país.

«En Houmal solía haber entre 20 y 30 ciudadanos sirios. Todos hombres que venían a trabajar. Desde que empezó la guerra en Siria, hemos registrado más de 100 personas. Hay, además, unas diez familias sin registrar. Y muchos trabajadores en los alrededores», explica Nagi Abou Antoun, exalcalde del pueblo y quien hará unos tres meses decidió instaurar el toque de queda en la localidad. «Fuimos el último pueblo de la zona en proclamarlo. Pero había demasiados robos. No sabemos si son los sirios, pero intentamos reducir el riesgo».

Mustafa, de 40 años y originario de la ciudad siria de Maaret Al-Numan, llegó a Houmal hace diez meses huyendo de las bombas. Vive con su esposa, su hermano y otro familiar en un pequeño local adaptado como vivienda. Es soldador, pero solo consigue trabajo ocasionalmente. «Vivimos como extranjeros. Nos humillan», se queja, y sobre el toque de queda, después de pensarlo, responde con prudencia: «Como foráneos, nos culpan de todo lo que pasa aquí».

Peleas, imposibilidad de control, problemas de convivencia, de agua o económicos, son otros de los argumentos que esgrime Abou Antoun para justificar el hostigamiento comunal hacia los recién llegados. No hay concreción ni detalles. Como Houmal, numerosos municipios han instaurado toques de queda por motivos similares.

Además de los argumentos mencionados por el exalcalde de Houmal, hay otros que los libaneses usan recurrentemente para justificar su rechazo. Uno de los más habituales es que los sirios están quitando el trabajo a los libaneses. Como ejemplo, la restauración en el barrio beirutí de Hamra. Coto tradicional de los universitarios libaneses, abundan ahora los camareros sirios. Cobran en muchos casos hasta la mitad que los locales porque no tienen alternativas. Otros argumentos comunes son el colapso de las escuelas públicas y un descenso del nivel educativo debido a la entrada de los niños y niñas sirios; o el aumento de los precios de los alquileres. Este es quizás el más paradójico, ya que son los mismos libaneses quienes se han lucrado con ello. Activistas locales llevan meses denunciando la especulación con los alquileres. Una habitación que antes costaba 100 dólares, se alquila ahora por 500.

No han faltado los discursos políticos alentando la xenofobia y el miedo. El bloque Cambio y Reforma encabezado por el exmilitar cristiano Michel Aoun propuso en agosto cerrar la frontera. El ministro de Energía, Gebran Bassil, leyó la propuesta que, según dijo, buscaba «poner freno a la presión» sobre el Gobierno y los recursos de la comunidad de acogida. Hay terreno abonado para estos discursos. La situación económica de Líbano es precaria y muchos dedos, incluidos el del Banco Mundial, señalan la inestabilidad en Siria como la principal razón de la caída de la economía, basada en el sector servicios y el turismo.

Además, como explica una cooperante europea que trabaja en emergencia humanitaria «el Estado no presta asistencia a los libaneses más pobres. La escuela pública se paga; la salud es un servicio privado y también muy costoso; el desempleo es elevado... las condiciones para el choque social existen». La mínima asistencia que recibe el refugiado sirio genera comparaciones dolorosas para el libanés vulnerable.

«No los conocen y les tienen miedo»

Por otros motivos, entre las clases medias y las más pudientes hay también preocupación. Como señala Reina Sarkis, sicoanalista e investigadora, «a cualquier hora del día o la noche, puedes ver a sirios en la calle, muchas veces pidiendo. Los libaneses saben que es gente que está en una situación de emergencia, sin medios para sobrevivir, para comer, e incluso sin un techo. (...) Pero la gente se siente insegura y asustada ante la posibilidad de sufrir robos o agresiones». Probablemente, mucho de ello haya en la decisión de instaurar el toque de queda en Houmal. En un momento de la conversación, el exalcalde dice de pasada: «La gente no los conoce y les tiene miedo». El hecho de que todos los sirios de Houmal sean musulmanes tampoco ayuda.

Según el exalcalde, en su municipalidad no hay nadie que vigile que el toque de queda se cumpla. En otras localidades se han documentado casos de milicias ciudadanas que han hecho uso de la violencia contra los sirios que incumplían la prohibición. Tanto Human Rights Watch (HRW) como el Movimiento Anti-Racismo, con base en Beirut, han documentado un progresivo aumento de las agresiones contra las personas de origen sirio. «A diario se producen ataques en la calle, o en las casas», asegura Yara Chehayed, del Movimiento Anti-Racismo. Lama Fakih, investigadora de HRW en Líbano y Siria añade: «Hace falta un mensaje del Gobierno de que no se tolerarán estas agresiones. Pero hasta ahora, el Estado no ha tomado en consideración las quejas».

«Cuando hablamos de racismo, hablamos de un cruce de injusticias», concluye Chehayed. «El tipo de racismo que sufren mujeres y hombres es distinto. Cuanto más blanco o más rico eres, menos racismo afrontas. Es una cuestión de clase, religión, color de piel, antecedentes. No es lo mismo ser de Alepo que de una zona rural, porque para los libaneses, Alepo es como el Beirut de Siria, una ciudad cosmopolita, abierta y rica». «Hoy, los libaneses están sometiendo a los sirios a pasar por el sufrimiento al que antes sometieron a los refugiados palestinos, y por el que tienen que pasar también los trabajadores de Asia y África. También se lo hacen mutuamente los mismos libaneses entre sí. El racismo sectario es una tradición arraigada en esta sociedad y la base para la mayoría de las relaciones entre los libaneses», asevera contundente Itani.

Reina pone una nota de optimismo: «En un país como Líbano, donde todo adquiere dimensión política, ha habido paranoia, agresividad y miedo pero también tolerancia, comprensión y empatía hacia los refugiados». En la calle Damasco, en pleno centro de Beirut, una pintada reza: «Todos los bastardos sirios, fuera». Alguien ha tachado la palabra «sirios», cambiándola por la de «racistas». Probablemente, ambos autores eran libaneses.

El precedente palestino

A diferencia de Jordania o Irak, en Líbano no se ha autorizado la creación de campos de refugiados. Entre las principales razones de la rotunda negativa del Gobierno está el miedo, especialmente entre la población cristiana y la musulmana chií, a la repetición de lo que llaman el precedente palestino.

Tras la guerra entre Israel y Palestina de 1948, Líbano acogió a casi medio millón de refugiados palestinos que repartieron en 12 campos. A principios de los setenta, y debido en parte a la debilidad del Gobierno, la Organización por la Liberación de Palestina, liderada por Yasser Arafat, prácticamente actuaba como un ente independiente dentro de Líbano, hasta poner en jaque al mismo Estado. Su desafío desembocó, entre otras razones, en la guerra civil que sufrió el país (1975-1990). Aún hoy, muchos cristianos culpan a los palestinos de la larga guerra, pese a su retirada en 1982.

El miedo retornó en 2007, cuando un grupo yihadista se atrincheró en el campo de refugiados palestino de Nahr al-Bared, y combatió de manera feroz al Ejército durante 105 días. Todo el suceso está aún rodeado de incógnitas pero el capítulo, en su versión simplificada, quedó grabado en el imaginario de cristianos y chiíes como una advertencia. El yihadismo violento ha dejado de ser un temor y es una realidad. También el miedo a que un aumento de la población suní -muchos refugiados lo son- desestabilice el precario orden demográfico y confesional que rige la estructura política, administrativa y social de Líbano.

Tampoco está claro que el establecimiento de campos de refugiados mejorara la situación. Organizaciones de derechos humanos libanesas lo defienden como un modo de garantizar alojamiento y servicios básicos a los refugiados, centralizar la ayuda y rebajar la tensión social. Pero hay voces que alertan de que, en el actual contexto y con el ejemplo de Jordania, donde las condiciones en los campos son paupérrimas, su creación solo aislaría y estigmatizaría más a los refugiados. Cincuenta años después de su apertura, los campos de refugiados palestinos son hoy ghettos vigilados en los que abunda la pobreza y siguen escaseando los derechos. O.A.G.