David LAZKANOITURBURU
DONOSTIA

A Rousseff le asiste la legitimidad, no los milagros

No hubo milagro judicial. Cuando el Tribunal Supremo de Brasil se negó a frenar in extremis el proceso de destitución de la presidenta Dilma Rousseff, solo quedaba esperar a una votación cuyo resultado estaba cantado. Sin embargo, que fuera previsible desde hacía meses no resta un ápice de gravedad a una medida tan legal como ilegítima.

Dabid Lazkanoiturburu (Gorka RUBIO/ARGAZKI PRESS)
Dabid Lazkanoiturburu (Gorka RUBIO/ARGAZKI PRESS)

Legal, porque la Constitución brasileña prevé un mecanismo de ‘impeachment’ cuyo enunciado es tan laxo que permite violentar el mandato de las urnas –la presidenta fue reelegida en 2014– por el «delito» de maquillar la presentación de unas cuentas públicas, inflando aquí unos gastos sociales y reduciendo allí unos índices de déficit. Pura ingeniería contable.

Ilegítima, por tanto, y no solo porque en un país «normal» simplemente no habría caso –a lo sumo una reconvención a la presidenta por no ajustar el debate presupuestario a la realidad–, sino, sobre todo, porque todo apunta a que Rousseff es, si no la única, sí uno de los pocos políticos de Brasil –y aquí el uso del masculino está totalmente justificado– libres de sospechas de corrupción.

Dejando a un lado la derivada machista del caso –no hay que olvidar que la destituida se llama Dilma–, el desenlace de la votación de ayer en el Senado alimenta, como no podía ser de otra forma, las acusaciones de que estaríamos ante un golpe de Estado o, cuando menos, ante un golpe palaciego. Más allá de teorías conspirativas, no hay duda de que la derecha brasileña ha aprovechado el contexto de la gravísima crisis económica que llegó, tarde pero llegó, a las potencias emergentes como la brasileña y el malestar por la corrupción y la parapolítica –malestar que sacó a la calle a millones de personas desde el verano de 2013– para intentar dar el golpe de gracia a la maltrecha y a ratos errática izquierda brasileña.

Tiempo habrá para la necesaria autocrítica, pero, frente a toda esa carroña que tacha a la todavía presidenta –aunque no en funciones–  brasileña de tecnócrata y escasamente carismática, es el momento de reivindicar la figura de una guerrillera y política que, precisamente en aquellas manifestaciones populares en vísperas del costosísimo Mundial de Fútbol de 2014, defendió casi en solitario, y frente a la temerosa cúpula del PT liderada por el mismísimo Lula, la necesidad de abordar ya entonces y sin tardanza un proceso constituyente para refundar de una vez por todas el subcontinente latinoamericano.

Es hora de reivindicar a Dilma. A la que no asisten los milagros sino la legitimidad.