Mikel Insausti
Crítico cinematográfico

«Peter Rabbit 2: The Runaway»

Hay personajes infantiles que nunca cambian, que nunca envejecen, manteniéndose inalterables al paso del tiempo a través de su conexión con sucesivas y renovadas generaciones de espectadores. Peter Rabbit es diferente y reivindica su derecho a crecer, a madurar, a cuestionarse su propia existencia y la imagen con la que fue creado. De esta forma, la identificación de las niñas y niños que descubrieron el cine de su mano es mayor, porque en dos películas van a notar las diferencias de una a otra, al igual que sus vidas también han evolucionado. Pero el entramado de experiencias compartidas no acaba ahí, porque el cineasta responsable de sus aventuras en la gran pantalla también quiere ir mejorando, ir aprendiendo, de tal suerte que ‘Peter Rabbit 2: The Runaway’ (2021) contiene una reflexión metanarrativa que incluso llega a romper la cuarta pared como en las obras autorales. Dentro del juego autoreferencial está muy presente asimismo su creadora literaria, Beatrix Potter, a través del alter ego de Bea, personaje humano que vuelve a estar interpretado por Rose Byrne. En la ficción el libro que ha publicado con los dibujos de los conejos es un éxito, y se plantea si realmente quiere que acabe dando lugar a una gran producción de Hollywood.

Resulta admirable que una película tan sencilla de ver, y que en apariencia no pasa de ser un entretenimiento familiar, contenga una estructura conceptual tan compleja. Will Gluck no se ha limitado a adaptar o actualizar un cuento escrito en el año 1902, sino, como ya hizo en ‘Rumores y mentiras’ (2010), trasladando la novela gótica de Nathaniel Hawthorne ‘La letra escarlata’ a un contexto de comedia estudiantil contemporánea, ha hecho que el material original sea suyo desafiando los prejuicios culturales y las barreras espacio-temporales, con el consiguiente riesgo añadido. Demuestra mucha inteligencia al tomar nota de las críticas a su anterior e inicial ‘Peter Rabbit’ (2018), con correcciones para la continuación, acompañadas de relecturas irónicas.

Se le acusó en su momento de traicionar a la creación literaria, convirtiendo a Peter en un villano de la comedia de acción, cuando en los libros era más tranquillo y bondadoso. Pero en las películas la diversión proviene de las travesuras que el conejo protagoniza, siempre en guerra con el elemento humano, representado por el heredero de terrenos en la campiña británica al que de nuevo da vida Domhnall Gleeson. De lo contrario, todo resultaría demasiado fácil para este urbanita desconocedor de la realidad del medio rural, así que alguien tiene que ponérselo difícil.

En la segunda entrega hay un intercambio de papeles, ya que, como bien advierte el título, que en la versión doblada queda bien traducido con ese ‘Peter Rabbit 2: A la fuga’, el protagonista animal huye de su entorno natural y conoce la civilización del asfalto. No se trata simplemente de probar suerte en otro lugar, sino de reencontrarse a sí mismo en medio de una profunda crisis de identidad.

Peter se siente demasiado presionado por la fama que le precede, ya que le han puesto la etiqueta oficial de conejo rebelde, por lo que se supone que tiene que estar todo el tiempo obligado a cometer fechorías y demás ocurrencias. La relación humana entre el señor McGregor y Bea se ha asentado, mientras que él no encuentra estabilidad y está en boca de todo el mundo, allá por donde quiera que vaya.

Es de agradecer que Will Gluck no haya sido conformista, sin limitarse a la mera continuidad del producto a sabiendas de los beneficios que arrojó con la película inaugural que, habiendo costado 50 millones de dólares, recaudó en taquilla más de 350 millones. Y, no solo ha perfeccionado la siempre artificiosa combinación entre imagen real y animación, sino que ha volcado no poco sarcasmo en la extraña convivencia entre criaturas digitales e intérpretes de carne y hueso, que hasta se pueden entender mediante el doblaje.