Miguel Fernández Ibáñez

Bulgaria entreabre el veto UE a Macedonia del Norte y Albania

En plena reorganización geopolítica como consecuencia de la guerra en Ucrania, Bulgaria levanta su veto y permite a las dos repúblicas balcánicas iniciar las conversaciones de adhesión a la Unión Europea (UE). Un avance cosmético que, en los Balcanes occidentales, no ilusiona precisamente.

Movilización macedonia en Skopje.
Movilización macedonia en Skopje. (Robert ATANASOVSKI | AFP)

Dos años tarde y de mala manera, con condiciones inesperadas incluidas, Bruselas ha cumplido su palabra con Albania y Macedonia del Norte: la semana pasada, el Parlamento búlgaro desbloqueó el veto que evitaba que estos dos países iniciaran las conversaciones de adhesión a la UE. En un momento de alta tensión, con la guerra en Ucrania sacudiendo la periferia europea, las dos repúblicas balcánicas pueden avanzar, aunque en su camino comunitario son susceptibles de sufrir nuevos vetos. Por eso, en lugar de celebrar, políticos y sociedad han mostrado su hastío.

Antes del conflicto en Ucrania, la UE había dado por concluida su etapa expansiva. En 2020, encabezada por el presidente francés Emmanuel Macron, Bruselas endureció las condiciones de acceso de los candidatos. Los países no estaban, ni están, preparados; y el proceso actual dibuja a medio plazo una Europa a dos velocidades: los estados periféricos tendrán beneficios y prebendas, pero no serán miembros de pleno derecho. Es el caso de Macedonia y Albania, dos estados clientelares que necesitarían una o más décadas para completar las reformas. Están exhaustos, tras 17 y 8 años como candidatos, y no pueden acelerar el proceso esgrimiendo motivos de seguridad: menos Serbia, Bosnia y Kosovo, los estados de los Balcanes son parte de la OTAN.

El vacío dejado por Angela Merkel en Europa ha sido aprovechado con celeridad por Macron. En los Balcanes, terreno de influencia alemana, el documento aceptado en el Parlamento búlgaro para resolver el contencioso entre Bulgaria y Macedonia es una propuesta de el Palacio del Elíseo. Lejos de ser una solución sostenible, impone condiciones beneficiosas para Sofía: no tiene que aceptar el macedonio como lengua diferente a una variante del búlgaro y Skopje se compromete a incluir al pueblo búlgaro en la Constitución y cumplir con el Tratado de Amistad y Buena Vecindad. Eufemismos que ocultan una sensible causa identitaria.

Bulgaria insiste en que el pueblo macedonio es una creación artificial de la Yugoslavia de Tito y que antes, hasta el siglo XX, los macedonios se consideraban búlgaros. Cuenta con el respaldo de la Historia y quiere imponer su visión. Mientras, Macedonia, sabedora de su débil posición, alega que el desarrollo de los estados-nación es parte de la modernidad y que esos héroes compartidos pertenecen a la región de Macedonia. Desde hace años, de forma intermitente, se reúnen comisiones en las que expertos buscan acordar cómo mostrar ese pasado en común. No han fructificado, y por eso, en 2020, Sofía vetó el inicio de las conversaciones de adhesión de Macedonia y Albania, este último sin disputas con Bulgaria, aunque sí con Grecia por la demarcación marítima, pero cuyo proceso está ligado al macedonio.

Cualquier discusión en esta causa levanta ampollas en las dos sociedades. La frágil coalición búlgara de Gobierno dirigida por Kiril Petkov estalló por el rechazo a este acuerdo del grupo político del antisistema Slavi Trifonov. Este movimiento fue aprovechado por el exprimer ministro búlgaro Boyko Borisov y su GERB, que impulsaron una moción de censura que terminó prematuramente con el mandato de Petkov. En esta caótica atmósfera se levantó el veto a Macedonia, moción aprobada por 170 diputados, rechazadapor 37 y que contó con 21 abstenciones. Ahora, el presidente ordenará formar gobierno. Si no lo consigue, habrá elecciones; las cuartas desde abril de 2021. Y las encuestas vaticinan que, de nuevo, con Borisov asomando en cabeza, se necesitarán malabarismos para forjar alianzas.

Independiente desde 1991, Macedonia intenta resolver las disputas que han condicionado su integración en Occidente. Para sortear el veto en la OTAN, cambió su nombre y aceptó el relato histórico de Grecia, y ahora está solucionando la falta de reconocimiento de su Iglesia autocéfala. Sin embargo, aún tiene que afrontar de verdad la disputa con Bulgaria. Sintomático de su delicadeza es que, en lugar de celebrar que levanten el veto, los políticos macedonios mostraran sus desacuerdos con el documento francés.

Consideraron inaceptables las condiciones y recordaron que otros países entraron manteniendo sus diferencias. Ahora, el Parlamento de Skopje tiene que respaldar o rechazar la propuesta francesa, aprovechar el momento o esperar otras oportunidades. Con independencia de la decisión, tarde o temprano Macedonia tendrá que encarar a Bulgaria y sus condiciones, que son el doloroso precio de la integración en la UE.