Beñat Zaldua

Puede que Josu Jon Imaz no sea de Vox, pero Abascal sí es de Repsol

El último exabrupto del consejero delegado de Repsol, Josu Jon Imaz, ha corrido como la pólvora. Según él, hay que seguir extrayendo petróleo para emitir menos CO2. Más allá de la caricatura, conviene indagar en el razonamiento, que señala una brecha peligrosa y confluye con la extrema derecha.

(Alejandro MARTÍNEZ VÉLEZ | EUROPA PRESS)

Greenpeace, Finanzas Éticas y muchas personas como ustedes, movidos por el dogma y la ideología, son los responsables de que el consumo de carbón y emisiones de CO2 en el mundo estén subiendo». El consejero delegado de la petrolera Repsol y viejo conocido de la política vasca, Josu Jon Imaz, es una mina para conseguir visitas en internet.

Solo Vox habla así en el Estado español. «Combatiremos el fanatismo climático, derogando las leyes radicales que perjudican empleo y la prosperidad de los empresarios», clamaba en el programa para las elecciones al Parlamento de Gasteiz. En el de las estatales de 2023 arremetía contra «las imposiciones ideológicas arbitrarias en nombre de la religión climática».

Esto no quiere decir, evidentemente, que Josu Jon Imaz haya abandonado la órbita de Sabin Etxea para sumarse al partido de Santiago Abascal, pero quien crea que el paralelismo discursivo es fruto de la casualidad estará igualmente errado. Vamos a intentar desentrañar brevemente esos vasos comunicantes, porque constituyen un peligro de envergadura.

Igual que la extrema derecha, Imaz ha asumido un rol desacomplejado e inusual en defensa de la industria fósil, cuando lo normal es esconderse y disimular. Pero no es ningún kamikaze...

 

Igual que la extrema derecha, Imaz ha asumido un rol desacomplejado e inusual en defensa de la industria fósil, cuando lo normal es esconderse y disimular para encuadrarse dentro del consenso climático. Así, se ha acostumbrado a dejar perlas que se pasan por el arco del triunfo toda la evidencia científica acerca del calentamiento global y la crisis climática. «Me parece que nuestra apuesta tiene que ser seguir produciendo petróleo y gas», afirmó en la Junta General de Accionistas de Repsol celebrada el pasado 10 de mayo, el mismo día en el que pronunció, en respuesta a una activista, las palabras con las que empieza este texto. El petróleo, por cierto, no lo produce Repsol, conviene hablar con propiedad.

En cualquier caso, Imaz no es ningún kamikaze. Más allá de escandalizarse ante un discurso que no lleva sino a prácticas negacionistas, merece la pena profundizar en la pirueta que realiza para invertir la realidad y acusar a Greenpeace de agravar la crisis climática, situando a Repsol, la empresa española que más gases de efecto invernadero emite a la atmósfera -según el Observatorio de Sostenibilidad-, como adalid de la lucha contra el calentamiento global.

LA BRECHA DE LA DESIGUALDAD

El resumen es sencillo: las políticas climáticas y la presión contra la industria petrolera llevan a no invertir lo suficiente en el sector, algo que «hace que el precio del gas suba» y que los países del sur global recurran al carbón, combustible más contaminante. Por tanto, hay que seguir quemando petróleo. También para que, dentro de los países más ricos, las familias y sectores más vulnerables «puedan pagar los precios energéticos» y encender la calefacción.

A Josu Jon Imaz no le ha sobrevenido un ataque de compasión y solidaridad con las clases populares y los países empobrecidos, simplemente ha entendido el potencial que tiene para su negocio la consolidación de una nueva categoría social: las víctimas de las políticas climáticas -que no de la crisis climática-. Se trata de una brecha muy peligrosa, quizá el mayor riesgo de la gobernanza capitalista de la crisis climática, es decir, de la apuesta vana por limitar la transición energética a un cambio de las fuentes de energía empleadas.

Si la transición no se da de forma justa y democrática, las desigualdades van a dispararse aún más. Veamos lo que ocurre con las Zonas de Bajas Emisiones

 

Es sencillamente imposible mantener el actual ritmo de producción y consumo en un sistema sin combustibles fósiles. Si la transición no se da de forma justa y democrática -nada indica que lo vaya a ser, ahora mismo-, y no va más allá del cambio en la matriz energética, las desigualdades van a dispararse todavía más. Los agravios, por lo tanto, serán reales.

Hay ejemplos a la vuelta de la esquina: en Bilbo y Donostia, igual que en todas las ciudades europeas, se están implementando las llamadas Zonas de Bajas Emisiones. Se trata de zonas céntricas en las que se limita la entrada de vehículos contaminantes. Es una buena noticia que mejorará la calidad del aire en las urbes, pero, según como se aplique, plantea un gran problema: los vehículos viejos no podrán entrar en el centro de la ciudad, pero los coches nuevos no están al alcance económico de todos. Quien tenga recursos podrá entrar sobre cuatro ruedas en la ciudad, quien no los tenga, no.

LA EXTREMA DERECHA COMO LÍMITE A LAS POLÍTICAS CLIMÁTICAS

Otro ejemplo es el que ha llevado a agricultores de toda Europa a ocupar las carreteras del continente. Se quejaban, sobre todo, de tres cosas: las trabas burocráticas, los límites al uso de pesticidas y otros productos dañinos, y la competencia desleal de países con muchas menos restricciones. Este descontento está siendo capitalizado en todo el continente por la extrema derecha, que para sorpresa de nadie, le hace el juego al gran capital que dice combatir. Lejos de poner coto a los tratados de libre comercio, que atan de pies y manos a los agricultores -con el apoyo de la extrema derecha-, la única respuesta a la crisis de los tractores ha sido eliminar las restricciones a los pesticidas. Magra ganancia.

El auge de la extrema derecha, que no se entiende sin esa sensación de agravios acumulados que se va extendiendo en amplias capas de la sociedad, ya ha condicionado y limitado las políticas contra la crisis climática en muchos países. Trump, que en su primera semana como presidente aprobó la construcción de dos oleoductos y después sacó a su país del Acuerdo de París, constituye el caso más palmario, pero los ejemplos sobran. Brasil, que redujo en un 40% sus emisiones durante los mandatos de Lula y Dilma Rouseff, eliminó el 96% de la financiación para la mitigación de la crisis climática con Bolsonaro, cuyo ministro de exteriores, Ernesto Araújo criticaba que «la izquierda se ha apropiado de la causa medioambiental y la ha corrompido hasta el paroxismo durante los últimos veinte años con la ideología del cambio climático». De nuevo, la ideología.

En Europa, la única voz que se ha alzado contra el Acuerdo de París es el de la extrema derecha de numerosos países. Vox en el Estado español, AfD en Alemania, el Partido de los Finlandeses, el PVV en Países Bajos, el UKIP en Inglaterra y el SD en Suecia, por citar algunos ejemplos, no solo coinciden en su aversión a la inmigración y al feminismo, sino también en su oposición a los objetivos para limitar la subida de las temperaturas.

La confluencia de intereses entre el capital fósil y el fascismo de nuevo cuño es a estas alturas evidente y está bien documentado

 

La confluencia de intereses entre el capital fósil y el fascismo de nuevo cuño es a estas alturas evidente y está bien documentado (véase el trabajo “Piel blanca, combustible negro”, de Andreas Malm y el colectivo Zetkin, recién publicado por Capitán Swing).

Aunque a estas alturas no nieguen que algo está pasando con el clima, el capital fósil y la extrema derecha comparten un discurso abiertamente negacionista, ya que califican de ideología, religión y dogma -y por tanto, niegan- lo que en realidad es un consenso científico fuera de toda duda, resultado del esfuerzo académico colectivo más amplio de la historia. Es un discurso que puede tener recorrido si se insiste en una salida capitalista a la crisis climática. Las próximas elecciones europeas, el 9 de junio, van a ser un desgraciado ejemplo de ello.