Víctor Moreno
Profesor

Amabilizar y amabilización

Ignoro si la tendencia genética de los navarros se inclina más por la filología que por la filosofía. Lo digo porque, en estos tiempos, en los comunicados oficiales de algunos políticos y en artículos de ciertos periodistas, abundan palabras que nunca habíamos oído por estos pagos.

Dominar el pensamiento con el lenguaje requiere una concentración difícil y fatigosa. Tal esfuerzo exige una especialización que, con frecuencia, deriva en monomanía; a veces, en obsesión. El escritor austríaco Karl Kraus la padeció, incluso, por culpa de su escrupulosa utilización exacta de las comas, una obsesión que jamás padecerá, pongo por caso, Javier Marías.

Si, a priori, el lenguaje jamás dominará el pensamiento, ya que ni siquiera es capaz de expresarlo, bueno será armarnos de paciencia y no sufrir fatigas y dolores por tratar de alcanzar un imposible más.

Para qué sufrir por algo inefable, que no existe ni puede existir? Además, ¿qué sentido tiene dominar el pensamiento cuando este funciona independiente de nuestra propia voluntad? Nunca se doblega a esta. Al contrario, el pensamiento piensa a veces lo que la voluntad no quiere hacer. Tanto que podría afirmarse que nadie piensa exactamente lo que quiere pensar. En estos casos, lo más aconsejable sería callarse como una momia. Porque nadie consigue decir exactamente lo que piensa. Siempre quedan flecos. El lenguaje es siempre una tentativa de aproximación al pensamiento. En literatura, cuanto más se acercan ambos, más nos gusta el texto.

Pensar es pesar en la balanza de lo ideal lo que cada uno vive, lo que hace y lo que no. El problema es que existen tantas balanzas como cerebros. Cada una con su fiel particular, en función de sus intereses, sean utilitarios, éticos, políticos y de andar por huerta propia y ajena.

La relación de pensar con pesar y balanza no es errática. Está fundada en el hecho empírico de como Cicerón y sus coetáneos se referían a esa balanza con los términos pendere o pensum, es decir, pender o colgar. De estos verbos deriva la palabra pensar. No estamos acostumbrados a pesar las palabras, es decir, a calcular su impacto o, mucho más humildemente, a mirarlas de cerca y comprobar si, al menos, sus significantes se atienen a las formalidades lingüísticas al uso común o, por el contrario, al «terror palabrático». Tampoco acostumbramos a colgar dichas palabras en la percha de la reflexión, para que se aireen, antes de soltarlas al circo sonoro de la sociedad.

A veces, el uso fraudulento de ciertos sustantivos tiene su origen en la ignorancia lingüística de quien habla. Por ejemplo, a diferencia de lo que se piensa, los sustantivos proceden de verbos y no al revés. Si se tuviera en cuenta esta matriz deductiva, nos evitaríamos palabras tan impresentables como innecesarias. Así, parece gustarnos más derivación que deriva, sustentación que sustento, experimentación que experimento y leer comunicaciones en vez de comunicados o hablar de la numeración de la cuenta bancaria en lugar de su número.

Y ¿qué decir de miserabilidad, amabilizar y amabilización?

El diccionario de María Moliner dice que miserable se usa como «insulto muy violento». Así que no se sabe bien a qué viene acusar a nadie de miserabilidad política cuando cualquier diccionario te ofrece el uso de vileza, infamia y canallada.

Curioso. El ser humano dispone de un sinfín de palabras para insultar, pero tiene que darse el prurito de la originalidad. ¿Tal vez, porque miserabilidad es más potente insultando que iniquidad, ruindad o indignidad? Para nada. Si nos atenemos a su posible simbolismo vocálico y consonántico, miserabilidad es menos contundente, fonéticamente hablando, que bajeza o vileza.

Ignoro si la tendencia genética de los navarros se inclina más por la filología que por la filosofía. Lo digo porque, en estos tiempos, en los comunicados oficiales de algunos políticos y en artículos de ciertos periodistas, abundan palabras que nunca habíamos oído por estos pagos, produciéndonos la lógica curiosidad por saber si tales políticos las han inventado por sí solos o lo fueron por advertencia de sus consejeros áulicos o compañeros de taberna.

De la noche a la mañana, Iruña se ha visto enriquecida, lexicalmente hablando, por dos vocablos nuevos: amabilizar y amabilización. Es verdad que se trata de dos términos de una factura fonética tan tosca como horrísona. Lógico. El padre de ambos vocablos horribles no es un discípulo de Baudelaire, sino el Ayuntamiento, quien parece haber hecho dejación de sus funciones intrínsecas para convertirse en esporádica sucursal de la RAE.

Como significante, amabilización es alargamiento sin anestesia de amabilizar. Lamentablemente, sus creadores no se han limitado a inventar dicha palabra y su derivado amabilización, sino que, incluso, han optado por una filosofía del Plan de Amabilización. No especificaron si inspirado en Platón, en Kant o en Hegel, pero me da que nada tiene que ver con el imperativo categórico kantiano, ni con la dialéctica hegeliana. Se trata, sin más, de una reurbanización o reordenación del tráfico en ciertas zonas urbanas, lo que por experiencia se sabe, que no por Platón, que tales actividades son un incordio monumental para la ciudadanía en general y para el vecindario que vive in situ del tráfico, en particular. Quizás, los lingüistas del Ayuntamiento, conscientes del fenomenal barullo y desorden que iban a armar con estas obras pensaron que, incluyéndolas en un plan de amabilización filosófica, evitarían el impacto de sus enojosas consecuencias, tanto en los vecinos y comerciantes de la zona como en los transeúntes. Grasiento error. El poder taumatúrgico de las palabras no existe. Un cólico nefrítico será siempre una tortura, aunque lo llames «Limerencia».

Pedro Felipe Monlau en su “Diccionario de la lengua castellana” derivaba pensar de pensare –frecuentativo de pendere, pesar– y que significa lo dicho: pesar exactamente algo. Con el tiempo, la palabra aceptaría significados asociados como discurrir, meditar, darle al zacuto de pensar e, incluso, imaginar.

No soy quién para sostener que la costumbre tan extendida de utilizar palabras inexistentes no se ajuste al pensamiento racional.

De hecho, los escritores adscritos al non sense y a la patafísica, como Alfred Jarry y, posteriormente, los surrealistas Breton y Dadá, se pasaron la vida haciendo del lenguaje lo que les vino en gana.

Lo mismo hizo uno de sus predecesores más insignes: Lewis Carroll, quien aconsejaba dar a las palabras desconocidas el significado que te viniera en gana o, en su defecto, mandarlas a freír lechuguinos.

Así que, siguiendo la advertencia del autor de "Alicia a través del espejo", lo que haremos con miserabilidad, amabilizar y amabilización será devolverlas a sus autores con un «no gracias», por toscas y malsonantes. Pero, sobre todo, porque son palabras usurpadoras, ladronas, invasoras. Y porque su pretendido significado, al menos el de sus creadores, no se corresponde para nada con lo que realmente sucede cuando se hacen realidad. Cuando se ponen en marcha, más que volver amables a las personas, las hace más agresivas e intolerantes. Sobre todo, si no se ha contado con ellas para participar libre y voluntaria en dicho proceso filosófico de amabilización.

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