Alexandra Ainz Galende
Doctora en Sociología

Amistad, multiculturalidad y sarcasmo: ella; mi amiga fundamentalista. Yo; su amiga kafir.

Es un concepto que aterra, que asusta, del que dan ganas de huir. Hay conceptos que tienen mala prensa; éste es uno de ellos. Sin saber muy bien qué es esto del fundamentalismo, lo asemejamos con extremismo, radicalismo y hay quien incluso que con terrorismo. Normalmente con el «islámico», claro, que es el que está de moda, a pesar de que la utilización de este concepto nace en un contexto totalmente ajeno al Islam.

En concreto, esta palabra, parte de la publicación en Estados Unidos entre 1910 y 1915 de doce volúmenes titulados “The Fundamentals: a Testimony to Truth” por parte de evangélicos muy conservadores. Estos libros fueron editados por Lyman Stewart, un millonario del sur de California que calificó los textos como «las mejores y más leales fuentes educativas del mundo» que contienen noventa artículos en los que muestran su completa oposición al modernismo predominante dado que consideraban que este, junto con el liberalismo, amenazaban los puntos fundamentales de la fe cristiana.

A pesar de estos datos, los significados del concepto, así como sus aplicabilidades, han ido variando a lo largo de la historia. Hoy, con el mismo, designamos distintas realidades. Así pues, hablamos de fundamentalismo religioso, fundamentalismo político, es fundamentalista el neoliberalismo y cómo no, lo son el mercado y, claro, los musulmanes. Pero, ¿qué entendemos estrictamente por fundamentalismo? Según diversos autores, el fundamentalismo es un tipo de pensamiento y de accionar religioso que se plantea el fundamento último, ético-religioso, de la polis: desde la perspectiva fundamentalista –sea cual sea la religión de la que parte– la comunidad política que toma forma en el Estado debe de basarse en un pacto de fraternidad religiosa. Lo que pretende el fundamentalismo es volver a colocar en el centro de las sociedades un pacto religioso sustentado en «el libro sagrado».

Los fundamentalistas guían pues su comportamiento de acuerdo a cuatro principios: principio de la inerrancia, es decir, el libro sagrado se considera como una totalidad de sentido y de significados que no puede ser interpretado libremente por la razón humana. Principio de ahistoridad, el cual deriva en la imposibilidad de adaptar el mensaje religioso a las cambiantes condiciones de la sociedad. Principio de la superioridad de la ley divina y la supremacía del mito de fundación por el cual los fieles son llamados a adherirse y a mantenerse ligados a todos los que hacen referencia a las creencias que emanan del libro sagrado.

Así pues, y de acuerdo a esta definición, se puede concluir que ni todos los fundamentalistas son musulmanes, ni todos los musulmanes son necesariamente fundamentalistas. Pero ¿qué pasa con los que sí son musulmanes y además fundamentalistas?

Hasta donde la que escribe alcanza a ver hay dos opciones, al menos dos que se me ocurran; o los excluimos y desterramos y que triunfe así la visión extremadamente política y sesgada del «choque de civilizaciones» donde se dibujarían como inadaptados, radicales y peligrosos o tratamos de que se integren en nuestras sociedades democráticas –con todos los agujeros negros que estas puedan tener y con todas las críticas que les podamos hacer–.

Lo más fácil, es lo primero; lo diferente, como tal, produce miedo y, por ende, en muchas ocasiones, rechazo. Además, hay mil cuestiones que justificarían este rechazo: comportamientos aislados de determinados musulmanes o de determinados árabes que no son musulmanes, pero por nuestro  desconocimiento asumimos de tal manera, etc. Cualquier argumento es bueno para justificar el racismo y la xenofobia (con esto no ensalzo ni al Islam, ni a las personas que procesan esta religión, ni a los árabes en general, que no se me mal entienda, dado que pueden ser racistas y xenófobos de igual manera con otros colectivos de personas y esto es igual de reprochable). A donde quiero llegar, llamando a las cosas por su nombre es a buscar una respuesta a la pregunta ¿«qué hacemos» con los musulmanes que sí son fundamentalistas y que buscan, anhelan que el Islam trascienda a lo social y articule en gran medida tanto sus experiencias cotidianas como las de los demás? ¿son viables estos anhelos? ¿son democráticos o al menos, compatibles con la democracia y sobre todo con nuestras sociedades ilustradas? ¿seríamos capaces de tener un amigo fundamentalista?

Las respuestas a todas las preguntas formuladas se responden contestando únicamente a la última. ¿Somos capaces de ser amigos? «Amistad» es un concepto que se encuentra al otro lado de las palabras que asustan; éste término evoca cosas buenas, positivismo, grandes valores. La Rae define amistad como «afecto personal puro y desinteresado compartido con otra persona que nace y que se fortalece con el trato.» Y surge de nuevo la pregunta: ¿se puede contar entre distintas amistades con una amiga fundamentalista? La respuesta es sí. Yo sí soy capaz de tener una amiga fundamentalista. Y si lo soy yo, lo es cualquiera. Hablo de capacidad, sí, porque se necesitan horas de escucha, de conversación, de debate, dosis altas de paciencia y aceptación mutua, así como, por qué no decirlo cotas altas de tolerancia a la frustración. ¿Es viable que una fundamentalista sea capaz de tener una amiga como yo? Efectivamente, sí.

También hay que hacerse esta pregunta porque la amistad presupone un estadio de igualdad, de equilibrio, de proporción, de reconocimiento y aceptación de la otra persona. Requiere, de éste modo, el mismo esfuerzo y capacidad por su parte que por la mía. En todo caso entre el rechazo a lo desconocido y la amistad hay un camino en medio, necesario de recorrer, imprescindible diría yo y que requiere escucha activa, comprensión y diálogo entre otras muchas cosas más, incluida la paciencia dado que los choques culturales que surgen en el camino son realmente asombrosos.

Aun así, pienso; estamos a tiempo de hacerlo bien. Por una vez; estamos a tiempo de hacer las cosas como se debe, si somos capaces de quitarnos, nosotros, en palabras de Edward Said, el orientalismo que llevamos encima y que en muchas ocasiones nos venda los ojos con un halo de superioridad y si ellos o ellas son capaces de ver más allá del kafir, del despiadado infiel hedonista, que nos presuponen a muchos de nosotros. Esto es tarea de todos y todas y si nosotras estamos preparadas y dispuestas, consideramos que vosotros y vosotras, también.

Lo que dudamos, fehacientemente, ella y yo, es si las clases políticas tienen la formación, el propósito y las ganas de hacer de nuestras sociedades un lugar donde quepamos muchos y distintos, llegando a consensos que respeten los parámetros democráticos y así convivamos en paz. O si por el contrario, el propósito, consciente o no, es construir un espacio para unos pocos donde reine la confusión, el desasosiego y se dibuje «al otro» sea quien sea, como una amenaza a la que evitar y de la que alejarse a toda costa.

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