Xosé Estévez
Historiador

Asimilación y desagregación en la historia del Estado español

Después de perder las colonias de Ultramar el expansionismo español dirigió su mirada hacia África, anteriormente ya repartida en gran parte entre los voraces imperialismos europeos. España ocupó Marruecos, Ifni, Sahara y Guinea. Esta colonización originaría cruentas guerras.

La alternante trayectoria de la historia española, de horca, espada y fuego, con su política imperialista, cegata e intolerante, por un lado logró la agregación obligada y forzada de reinos dispares y, por otra, la desagregación de territorios peninsulares y extrapeninsulares, sin mencionar intentos de separación que estuvieron a punto de cuajar.

Mediante programadas uniones matrimoniales, sutiles jugadas de ingeniería diplomática e incorporación manu militari se produjo la unificación de Castilla y Aragón, la conquista de diferentes territorios italianos, la incorporación de países centro y noreuropeos, la «doma» del reino de Galiza, la invasión y colonización de los territorios americanos y la ocupación y anexión de los reinos de Granada (1492) y Navarra (1512).

Sin embargo, esta política impositiva, inherente a la mentalidad épica de frontera, separadora, negadora del diálogo, provocó con el tempo sucesivas desanexiones. Primero se apartó Portugal en 1139, que confirmaría su independencia tras la victoria en la batalla de Aljubarrota (1385). Nuevamente la Corona de Castilla en 1588, en el reinado de Felipe II, ocuparía Portugal, que estuvo bajo el yugo de Castilla hasta 1640, la «Restauraçao», así denominada por los lusos. El creciente descontento anticastellano durante el reinado de Felipe IV (1621-1665), y la pretensión uniformizadora del conde duque de Olivares de llevar tropas portuguesas para luchar contra los catalanes sublevados fue la gota y el detonante que motivó el levantamiento portugués y el logro definitivo de su independencia. Esta sería reconocida oficialmente por Castilla en 1668, cuando era regente Doña Mariana de Austria, viuda de Felipe IV, cuyo confesor durante años fue curiosamente el jesuíta andoindarra, Manuel de Larramendi.

El tratado o Paz de Westfalia (1648) puso fin a la Guerra de los Treinta Años. Originó la pérdida de los territorios de las Provincias Unidas de los Países Bajos, hoy Bélgica y Holanda, para la Corona de Castilla. El tratado de los Pirineos (1659), firmado entre Francia y España, con episodio emblemático en la Isla de los Faisanes, significó la pérdida de territorios y plazas fuertes situadas en Flandres, Henao y Luxemburgo, y para Cataluña la incorporación a Francia de la llamada Catalunya Nord (Roselló, Conflent, Vallespir y parte de la Cerdanya), cuyos usatges o leyes derogaría Luís XIV en 1660.

Los años centrales del siglo XVII se vieron agobiados por una profunda crisis que estuvo a punto de desmembrar enteramente España.

El valido, D. Gaspar de Guzmán y Pimentel, conde duque de Olivares, tan bien retratado por Velázquez montado a caballo en su ambición de poder, implantó una política asimilista, uniformizando todas las leyes de las dos Coronas, Castilla y Aragón, al modo castellano, como muestra fehacientemente un texto suyo del 23 de deciembre de 1624 en que le da sibilinos consejos al rey Felipe IV respecto a Cataluña. Le proponía estos métodos: matrimonios mixtos entre catalanes y castellanos, castellanizar la administración catalana, introducir una armada en Cataluña y negociar al mismo tiempo y provocar un tumulto popular y con tal motivo pacificar el principado por la fuerza de las armas.

Efectivamente, esta política generó arrebatos separatistas: independencia de Portugal, sublevación de Cataluña entre 1640-59, levantamientos en Nápoles y Sicilia, tentativas secesionistas en Andalucía, protagonizada por duque de Medina Sidonia, en Aragón, encabezada por duque de Híjar, y en Navarra, a cargo del capitán Iturbide. Con anterioridad se había producido el motín de la Sal (1630-31), en Bizkaia, y en Galiza también menciona algún tratadista de la época una conspiración para unirse a Portugal.

Durante la guerra de sucesión entre 1707-1714 Cataluña se separó de Castilla, pero no pudo consumar la independencia, entre otras razones por la dejación de auxilio británico. Las tropas del primer Borbón, Felipe V, bien formado en la escuela del centralismo galo, remataron con la resistencia el 11 de septiembre de 1714 y los fueros catalanes, así como los de los restantes reinos de la Corona de Aragón (Valencia y Mallorca) fueron abolidos por los Decretos de Nueva Planta. Cuando le preguntaron a un Lord inglés por los motivos del abandono de su apoyo a Cataluña, contestó sin ruborizarse:»Inglaterra no tiene ni odios ni amores eternos, sino intereses eternos».

En la guerra de la Convención (1793-95) las tropas revolucionarias francesas invadieron los territorios vascos y las autoridades guipuzcoanas elaboraron un proyecto independentista, que enojaría sobremanera al factótum de la política de Carlos IV, Manuel Godoy, cólera que trasluce la lectura de sus memorias.

Durante la Guerra da Independencia o Francesada (1808-14) los revolucionarios de Iparralde, hermanos Garat, diseñaron un esbozo de creación de un País Vasco unificado, que integraba las siete provincias, al que nombraron «Nueva Fenicia», y lo presentaron sin éxito al mismo Napoleón, un corso sumado al carro del jacobinismo centralista parisino. El vacío de poder operado durante la guerra originó la proliferación de juntas locales, provinciales y regionales, que en la práctica asumieron el gobierno de los diferentes territorios ante la inoperancia de las autoridades centrales, tanto del Gobierno de José I Bonaparte como de la Regencia, incapaces de controlar todo el ámbito territorial del Estado. De ahí que comience ya a aparecer el tema de las dos Españas, que tan expresivamente reflejó Goya en su cuadro "Duelo a garrotazos". Más tarde la polémica sobre las dos Españas tomará carta de naturaleza y será objeto de análisis crítico por historiadores como Américo Castro y Sánchez Albornoz e incluso asomará en algún poema de Antonio Machado. También es cierto que en esta época bélica hizo su aparición una literatura, principalmente religiosa y patriótica, reivindicando la existencia de la nación española, con pretensiones de abrazar a todo el espacio del Estado.

Aprovechando esa difuminación del poder durante la Francesada las colonias americanas, singularmente el virreinato de la Plata, iniciaron el proceso de independencia, que remataría en 1825-26 con la emancipación y constitución de una gran cantidad de estados americanos. España perdería casi todo el gran imperio colonial, excepto Cuba, Filipinas, Puerto Rico y las Islas Marianas y Guam, que definitivamente se emanciparían en 1898.

Las guerras carlistas, desarrolladas entre 1833 y 1876, contenían un cierto componente reivindicativo de carácter foral y prenacional. La abolición foral mediante decreto, firmado en 1876 por el rey Alfonso XII y el presidente del Consejo de Ministros, Antonio Cánovas del Castillo, ponía fin a un régimen tradicional de autogoberno, dotado de amplia soberanía, que habían gozado las provincias de Álava, Bizkaia, Gipuzkoa y el reino de Navarra desde la Edad Media. Las protestas de la burguesía vasca lograron la concesión de los Conciertos Económicos en 1878, un caramelo fiscal que endulzó sus arcas y hoy supone una notable autonomía fiscal, por muchos deseada.

En Galiza aparecieron las primeras señales de un movimiento de reivindicación prenacionalista en la década moderada (1844-54) del reinado de Isabel II, vinculado al progresismo y conocido como «Provincialismo». Su fracaso en 1846 supuso la ejecución de los militares directores del pronunciamento contra el gobierno, presidido por Narváez, «el espadón de Loja». «Los mártires de Carral» fueron fusilados contra las tapias del cementerio de este pueblo coruñés y los líderes provincialistas civiles más notorios se exiliaron a Portugal.

Durante el sexenio revolucionario (1868-1874) los cubanos se levantaron contra el poder español en un primer conato emancipador, que se detuvo efímeramente con la firma de la Paz de Zanjón en 1878. Para mitigar el creciente descontento contra el goberno español éste presentó en las Cortes un proyecto de autonomía que no fue aprobado, recrudeciéndose la lucha. La independencia de Cuba y también la de Filipinas y Puerto Rico fue reconocida por España en el Tratado de París de 1898. La generación del 98 que reflexionaría con pesimismo sobre el ser de España non tuvo la ocurrencia de extraer conclusiones de esa experiencia e intentar construir un hermoso mosaico confederativo peninsular con el ensamblaje de la rica variedad de sus teselas.

En el mismo sexenio mencionado se produjeron rebeliones cantonalistas, alguna de ellas como la de Cartagena, en Muecia, difícil sofocar. La Constitución non nata de 1873 en la I República, fundamentada en los ideales federalistas de Pi Margall, sería la primera que procuraría mediante pacto, foedus, el encaje de la fértil diversidad del mosaico español con la creación de 17 estados: «Andalucía Alta, Andalucía Baja, Aragón, Asturias, Baleares, Canarias, Castilla La Nueva, Castilla la Vieja, Cataluña, Cuba, Extremadura, Galicia, Murcia, Navarra, Puerto Rico, Valencia y Regiones Vascongadas». El general Pavía, entrando a caballo en el Congreso, terminaría con esta veleidad.

Después de perder las colonias de Ultramar el expansionismo español dirigió su mirada hacia África, anteriormente ya repartida en gran parte entre los voraces imperialismos europeos. España ocupó Marruecos, Ifni, Sahara y Guinea. Esta colonización originaría cruentas guerras en las que murieron muchos soldados del Estado, la mayoría pertenecientes a las clases más pobres, dado el sistema de reclutamiento de la época. Entre 1956, en pleno franquismo orgulloso de glorias imperiales, y 1975, con el «Perenne» a punto de realizar el último viaje, España se vio obligada a conceder la independencia a las colonias africanas. Non sería un mera utopía pensar que, en un período más o menos cercano, Ceuta y Melilla pasasen a pertenecer a la Unma de los creyentes de Alá.

La constitución republicana de 1931, a pesar de las tentativas de las fuerzas periféricas por articularla como federal, resultó un híbrido hermafrodita, a caballo entre el unitarismo y el federalismo, que denominaron Estado Integral. Permitía a las «regiones» históricas lograr Estatutos de autonomía. La primera en conseguirlo fue Cataluña en 1932, aunque entre octubre de 1934, tras la revolución del 34, y febrero de 1936 estaría en suspenso y durante a guerra civil el Gobierno central, presidido por Negrín, le restaría competencias. La conquista de Cataluña en febrero de 1939 por las tropas franquistas acabaría con la autonomía catalana. A Euskadi, sin Navarra, después de una enrevesada tramitación, con paralización incluída entre noviembre de 1933 y febrero de 1936, el Estatuto le fue concedido mediante procedimiento de urgencia por las Cortes en octubre de 1936, ya iniciada la Guerra Civil. Solamente tuvo vigencia en Bizkaia, en una pequeña comarca occidental de Gipuskoa y en un ayuntamiento de Álava. Las circunstancias bélicas y el alejamiento del centro permitieron que el territorio regido por el Estatuto funcionase como un Estado casi independiente. Pero la entrada de las tropas franquistas y la conquista de Euskadi entre marzo y agosto de 1937 supuso la abolición del Estatuto de autonomía y de los Conciertos Económicos para las «provincias rebeldes» de Bizkaia y Gipuzkoa.

Por otra parte, el Estatuto gallego fue plebiscitado el 28 de junio de 1936, tomó estado parlamentario en las Cortes de Monserrat de febrero de 1937, con Galicia en manos de los sublevados y sometida a una durísima represión con casi 5000 asesinados. Nuevamente sería presentado en las Cortes del exilio, celebradas en México en noviembre de 1945. Lógicamente nunca entraría en vigor en la nación finisterral, lo que crearía problemas de representatividad y legitimidad histórica en la coyuntura de 1975.

La situación producida en 1978 tras la muerte del «Perenne» y la reinstauración de la monarquía borbónica prometía una coyuntura propicia para una reestructuración política del Estado español en un sentido federal o confederal. Pero de nuevo se optó por una articulación autonómica, alegando motivaciones de peligro involucionista. Esta solución a la problemática nacional periférica sería incompleta y perentoria y contencioso hoy sigue plenamente vigente y al pil-pil.

En resumen, a lo largo de la historia de España sempre estivo presente una antinómica dialéctica entre agregación y desagregación, cierre y apertura, problema viejo del que ya habló sutilmente Cervantes y que Don Quixote y Sancho ejemplifican en este pasaje:

«Yo así creo –respondió Sancho– y querría que vuestra merced me dijese qué es la causa porque dicen los españoles cuando quieren dar una batalla, invocando aquel San Diego Matamoros: ‘¡Santiago, y cierra España!’. ¿Está por ventura España abierta y de modo que es menester cerrarla, o qué ceremonia es ésta?». ("El Quijote", II parte, cap. LVIII)

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