Josu Iraeta
Escritor

Auzolan

Cuando visito mi ciudad natal y observo las muchas «heridas» que dificultan el movimiento ciudadano, tanto por los accesos como por las calles del interior de Donostia, me acuerdo del fallecido escultor nacido en el precioso pueblo pesquero de Orio. Recuerdo su postura cuando decidieron derribar el Kursaal, también sus «pasquines firmados» en las paredes de lo que hoy es Askatasunaren Hiribidea. Protagonizó una campaña personal contra el derribo. No he olvidado su expresión, con los ojos encendidos y absolutamente enfadado, dirigiéndose a quienes estábamos con él: «derribar, romper, destruir y tirar, no respetan nada, viva el hormigón».

Algunos años antes –bastantes o muchos–, creo que Jorge Oteiza no era tan radical, no lo recuerdo así, quizá se fue radicalizando con la edad. No sé si su activa postura fue o no efectiva e inteligente, pero es posible que quien esto firma no desentonase en su «cuadrilla».

Tras el inicio recordando al escultor de Orio, observo que la prensa del día nos dice que, terminado el trimestre veraniego, y a pesar de la bonanza predicada por el señor Urkullu, «no todos» se incorporan a sus actividades. Además, todos los medios publican aquellos temas que han permanecido «dormidos» durante la época estival.

Además de prestar mayor atención al cambio climático, nos volveremos a encontrar con el fútbol y la vida política con sus permanentes fraudes y contradicciones.

Desgraciadamente, nos van a informar sobre los nuevos, inevitables e inacabables accidentes laborales, además de las deleznables agresiones sexuales y la pléyade de corruptos y sus «paseos» por los juzgados.

Sin duda serán muchos más los apartados informativos que inunden los hogares, pero desde mi óptica personal, la mayor relevancia social –junto a las agresiones sexuales y sus nefastas consecuencias– la aporta lo referente a la «pléyade de corruptos».

Con frecuencia se trata de personas cuya trayectoria profesional presenta «zonas oscuras» que jamás son investigadas, lo que, con el transcurso del tiempo contribuyen en mitificar sus logros.

Habitualmente, nos encontramos ante individuos que chapotean inmersos en o próximos al poder bancario, lo que facilita la «complicidad» de los medios de comunicación, consiguiendo que el «presunto» delincuente económico goce de una cierta aureola de éxito en la consideración social –en ocasiones– como correspondencia al «oxígeno» inyectado en sus problemas de liquidez.

La experiencia de las últimas décadas en cuanto al delito financiero conocido permite analizar el trasfondo del «modus operandi» desde un prisma político-económico.

Desde esta posición cabe preguntarse por qué la legislación de los delitos financieros es tan «tímida» comparativamente y tan «tibia» jurídicamente.

Este «aparente» contubernio entre delincuentes y legisladores, hace que ante las grandes crisis bancarias –que volverán– las quiebras de sociedades mercantiles o los fracasos de fraudulentas inversiones, que terminan siendo absorbidas con dinero público, la sociedad civil sea consciente de que los principales responsables de semejantes hechos delictivos, eludirán la aplicación de la ley, con relativa facilidad.

Quizá la legislación actual no sea la adecuada, es posible, pero opino que no puede decirse que carece de mecanismos. Uno de ellos apunta a la dificultad de interpretación y aplicación de la ley, pues el sistema económico en general y la propiedad en particular reciben una doble protección penal y civil.

De hecho, no resulta fácil establecer la frontera entre lo que es una infracción civil y lo que es delito. Esto ha quedado meridianamente claro en diferentes ocasiones, como el «caso De Miguel» aunque la más visible y sonada de los últimos años fue la relacionada con el gasteiztarra miembro de la «Casa Real» española.

En mi opinión, lo que ocurre es que España es un país que adolece del necesario «vigor democrático» propio de las democracias occidentales.

Lo que este trabajo viene denunciando con frecuencia se escuda en un tecnicismo; «quiebra técnica», y parece que, una vez calificada la situación como tal, nadie es responsable de nada.

Se atribuye al riesgo como factor único y debe asumirse lo irreversible de la situación, por supuesto, con todas sus consecuencias.

La médula de todo este entramado compuesto por legislación «laxa» y delincuentes de «alto standing» que determinan llevar a cabo la «acumulación» en su propio beneficio reside en el corazón del capitalismo actual.

Por razones estéticas y para la mejor legitimación del sistema, intentan que esa explotación se haga limpiamente y de un modo «desapercibido», pero si existen dificultades para imponerlo en estas condiciones, el sistema tolera que la extracción del «excedente» se realice incluso al margen de las leyes. Es una situación, un método, que he intentado exponer a lo largo de este trabajo. Un método que es habitual en el capital. Un capital que –incluso imponiendo de forma severa y dura sus condiciones– siempre que le es posible, huye de la actividad económica productiva.

A pesar de que el «sistema» –que tiene nombre y apellidos– lo encumbra y aplaude, lo cierto es que una gran parte del capital se aplica en comprar y vender activos financieros, sin aportar –salvo el Impuesto sobre Sociedades–, beneficio relevante alguno a la sociedad.

Quizá sea este «modus operandi» –tan extendido–, lo que desde Lakua se empeñan en denominar «auzolan». No está mal.

Mi admirado artista oriotarra tenía razón; Viva el hormigón.

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