CAN: cuando el «iluminismo» desbancó a la prudencia
Estos días de trabajo en el Parlamento, al hilo de la Comisión de Investigación sobre la CAN, están sirviendo para conocer un poco más la gestión que padeció la entidad en sus últimos años.
Quienes nos hemos tomado el trabajo en serio, a la par que vamos abundando en el conocimiento de hechos y datos, observamos que debajo de las actuaciones y, más allá de las circunstancias del contexto global, existía una mentalidad de fondo extraordinariamente ambiciosa con la que funcionaban los gestores responsables y, evidentemente, los mandatarios políticos que les nombraron. Un ansia de crecer por encima de cualquier frontera, sin conciencia de los límites de una entidad que, aunque sólida y capaz, no reunía cualidades para convertirse de la noche a la mañana en un banco internacional de primera línea, tal como la megalomanía de sus gestores pretendía. En esa clave, en los delirios de grandeza de un grupo iluminado, descansa la razón última que dio al traste con la CAN en la primera década de este siglo.
Para corroborar esta tesis viene como anillo al dedo rememorar la rueda de prensa que el director general de Caja Navarra dictó en febrero de 2007 en Madrid –¡maldita hemeroteca!–. En ella presentó sus objetivos de expansión para los siguientes ejercicios. Auguraba que en 2010 la CAN llegaría a tener «una plantilla de 2.500 empleados, de los que el 15% serán de otra nacionalidad», que «llegará a tener 510 oficinas» y «ubicará grandes centros en cada una de las 50 capitales de provincia españolas».
En contraste, por aquel entonces el número de trabajadores de la entidad era de 1.692 y las oficinas abiertas en funcionamiento 319. No operaba fuera del Estado. Los números sorprenden por su exageración ya que estaba hablando de casi 200 nuevas sedes y 800 empleados más en tres años. Para poder financiar todo aquello pretendía «doblar el balance de la CAN incrementando los beneficios a un ritmo del 10% anual». Impresiona lo ilusorio de los argumentos ofrecidos en aquellos momentos para justificar tal crecimiento dado que la actividad financiera de la Caja, más allá de números hinchados, respondía a una realidad muy inferior a la necesaria para tales pretensiones.
En realidad, lo que el Sr. Goñi estaba vendiendo era una transformación por la cual la CAN iba a dejar de ser una entidad mediana y segura para convertirse en un banco de proyección mundial depredador de finanzas. A ese iluminado sueño se entregó, no sin antes recibir respaldo y acompañamiento por parte del gobierno de UPN y las élites políticas y económicas forales, presas de la misma patología megalómana.
Así, en camarilla y dirigidos por un carismático profeta, dieron un salto al vacío que acabó, como todos sabemos, dilapidando la Caja y, con ella, casi cien años de historia de trabajo modesto y serio. Analizado con un mínimo de rigor, y viendo la situación de la CAN en aquel momento, nadie con un mínimo de sentido común podía avalar tal riesgo. El nuevo proyecto abandonaba definitivamente la senda de la prudencia y se entregaba sin pudor a las tesis del neoliberalismo más temerario; muy de moda, por cierto, en aquel tiempo de burbujas.
Como las cuentas procedentes de la actividad propia de la empresa no cuadraban se buscaron otros caminos más o menos recurrentes para financiar los altos costos del nuevo plan: prejubilaciones numerosas, venta de participadas, venta de inmuebles que acto seguido se alquilaban… Y lo que parecía una jugada estrella: la modificación sustancial de la filosofía de la Obra Social para implantar el conocido «tú eliges, tú decides». Se trataba de convertir dicha Obra Social en una estrategia de mercado –impulsada por una campaña publicitaria descomunal– con el objetivo de ganar clientes. La propuesta era que quienes depositaban sus ahorros y gestionaban sus finanzas en la CAN podrían obtener un «beneficio» por ello dedicándolo a proyectos de su interés que el propio cliente elegía, sin importar demasiado la finalidad «social» que pudiera acompañar a los proyectos subvencionados.
No terminan aquí los despropósitos, podríamos seguir citando más actuaciones temerarias. Algunas son conocidas y otras irán apareciendo cuando el estricto veto a la información que se ejerce desde las instituciones implicadas –muchas de ellas cómplices por acción o por consentimiento– desaparezca y la sociedad navarra y su Parlamento puedan conocer y cuantificar todos los datos concernientes a la gestión de la CAN. No cabe duda de que tarde o temprano lo que ahora nos esconden verá la luz, es cuestión de tiempo.
Pero lo más trágico de todo esto no es, por grave que parezca, la desaparición de la CAN, sino la implantación de esa misma filosofía a muchos otros ámbitos de la vida social y política. Lo que, por ejemplo, está ocurriendo estos días con el Club Atlético Osasuna es consecuencia de la aplicación del mismo principio al ámbito del deporte, con la intención de convertir un club de fútbol modesto y trabajador en devorador de títulos al más alto nivel. Otra catástrofe.
Y, cómo no, también se han hundido en el fango del fracaso las descomunales infraestructuras promovidas por los sucesivos gobiernos de UPN y la mayor parte de su gestión, que nos deja como legado una Navarra arruinada y endeudada. En resumen, una filosofía iluminista que ha embriagado las élites político-económicas y ha llevado Navarra a la ruina. Una filosofía que esperemos termine pronto y deje paso a un nuevo modo de gestión capaz de analizar la realidad con seriedad y actuar para mejorarla con efectividad y prudencia.