Antonio Alvarez-Solís
Periodista

Católicos y cristianos

Pues miren ustedes, mis respetados monseñores, yo pienso, como el Sr. Sánchez, que es eficaz eliminar la religión como materia puntuable en la escuela pública, sea esa religión católica, musulmana o budista; pero lo pienso como cristiano

Otra vez no, monseñores! Gobernar España no puede hacerse desde un perenne círculo impenetrable en cuyo interior se celebra el culto del poder, laico o religioso, por quienes se sahúman a sí mismos como permanentes protectores de una patria de corte bíblico que vive de bendiciones seráficas o de un potestad intangible sea cual sea su origen. España no debe surgir del milagro sino de la calle como un acto de fe en la libertad creadora propia del común, sin implicar a Dios en labores que hemos de realizar con el «sudor de nuestra frente».

Dejo suscrito lo que antecede porque ustedes, monseñores Blázquez y Cañizares, presidente y vicepresidente de la Conferencia Episcopal española, han vuelto a asomarse, como otros antecesores suyos, al poderoso y sagrado balcón de la alta institución para reclamar la intervención política de un Dios de la ira oculto tras el velo del templo.

¡Otra vez, no, monseñores! La piel de muchos viejos españoles, entre los que me encuentro, aún tienen vivas las heridas producidas por aquella ominosa Carta del Episcopado que sacralizó a los rebeldes del 36 a fin de convertir en sagrada su bandera en corso; bandera que flameó luego, durante cuarenta años, sobre crímenes y desprecio a la democracia, tan cara siempre entre nosotros. Una Carta Pastoral que obligó entonces a dignos prelados, como el cardenal primado de Tarragona, a irse al exilio para no bendecir con su presencia aquel funesto documento que bautizó en mala hora al franquismo.

¡Otra vez, no; monseñores! ¡No! a un manifiesto que trasuda, de alguna manera, aquella inolvidable Carta. Como ciudadano soy dueño de mi destino sin recurrir a indebidas imprecaciones. Mi respeto al Creador se demuestra recreándome a mí mismo con las armas con que nos bendijo.

Pero entremos serenamente en materia y digamos algunas cosas al pie del púlpito al que a veces tanto temo.

Ante una circunstancia política que yo deploro –y quizá con más decisión y riesgo que Sus Paternidades– ustedes invitan con clamor a los fieles a que recen por España a fin de evitar que la enseñanza de la religión católica deje de puntuar en las escuela públicas como asignatura, lo que conlleva obviamente su eliminación según proyecto del Sr. Sánchez. Esa cruzada de ustedes surge, y ahí voy, precisamente en una hora política de manifiesta confusión en las elecciones parlamentarias ¿Por qué añadir, pues, su clamor, monseñores, al desbarajuste político? ¿Solamente para defender la enseñanza religiosa en los centros escolares del Estado? ¿No se trata de vestir mejor al vestido? ¡Otra cruzada, no, monseñores!

No estoy defendiendo la postura ideológica del líder socialista porque creo que no tiene absolutamente ninguna. La Moncloa es el programa político del Sr. Sánchez, que lleva a España a una clamorosa destrucción moral, económica y social, si no es que España no estaba ya destruida por los «otros», que usaron de la justicia y otras fundamentales instituciones para revivir la cárcel como argumento, la Corona como palanca, la economía como cepo, la policía como sufragio y la información como narcosomnífero. El Sr. Sánchez quiere ganar el gobierno aprovechando todo eso, que incluso ha robustecido en una maniobra doblemente repugnante por embadurnarla con siglas venidas de otra historia que, con todas sus quiebras, tuvo cierta honestidad. Entonces el PSOE era obrero.

Pues miren ustedes, mis respetados monseñores, yo pienso, como el Sr. Sánchez, que es eficaz eliminar la religión como materia puntuable en la escuela pública, sea esa religión católica, musulmana o budista; pero lo pienso como cristiano –no digo solo como católico tal como está el panorama– a fin de que Cristo sea mucho más que unos dígitos añadidos cabe una física, una geografía o una digitalización que, sea dicho de paso, ya ha hincado sus colmillos carniceros en la dignidad herida del trabajador. En resumen, detesto que una forzada catequesis –¡la nota para el aprobado!– sirva de falsificada llave maestra para introducir a Cristo en mi casa, que mantengo como casa del Señor. A Cristo hay que engrandecerlo hablando de su proyecto en miles de centros ciudadanos en que miles de profesionales y creyentes calificados dediquen su vida a la verdadera catequística social. Centros que debemos sostener con nuestros medios los que profesamos de cristianos, porque Dios, si me permiten la imagen del rey navarro camino de París, bien vale un óbolo, aunque lo restemos a la mejora del inalámbrico. Cristo es, por puro y obligado discurso, nuestro «partido» político; el de los cristianos.

He leído con pasmo dolorido que ustedes, monseñores Blázquez y Cañizares, han emplazado sus baterías litúrgicas y piadosas en el «espíritu de la transición», como ejemplo vivo de «diálogo, confianza recíproca y reconciliación» ¿De verdad creen ustedes en ese centón de bienaventuranzas? Como dicen sus valencianos, monseñor Cañizares, y en el catalán que les es propio: «¡Embolica, que fa fort!».

No haga retórica, monseñor Cañizares. No diga eso de «pido encarecidamente y me pongo de rodillas ante todos, y en los días sucesivos, mientras no se aclare el futuro incierto en que ahora vive España, para que en todas las iglesias se ore por España, que en todos los conventos de vida contemplativa se ore por España, que en todas las misas se ore por España». ¡Otra vez, no! A Dios hay que dirigirse en silencio porque es el silencio que escucha.

Escribir esta nota me ha significado una reflexión larga y dolorosa. Soy cristiano que ha vivido un largo camino repleto de abrojos, sobre todo porque debo mi apasionado regreso al Cristo que me aguardaba en el recaudo del alma a una decisión terminante: encontrar a Dios en el mundo, cosa que tiene su complicación, porque hay que desoir muchas tentaciones. Un día hablé con mi alma, cosa que hago ahora con mucha frecuencia, y decidí no saltar la valla tentadora y unirme brillantemente al cortejo. Había acordado conmigo mismo no caer en la red espléndida que me tendieron en la Transición. Creí que era muy difícil ser cristiano y avalar al mismo tiempo aquel «invento» con una presencia determinante para mí. Hoy ya me he asentado en el trocito de suelo que es mío en el pensamiento liberado. Y poco a poco fui escribiendo este dolorido mensaje.

Mis respetados monseñores, lo repito: ¡Otra vez, no!

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