Joseba Mikel Garmendia Albarracin
Economista

Condicionalidad en la política industrial

Tras la quiebra de Lehman Brothers en 2008, la administración Obama rescató General Motors y Chrysler con más de 80.000 millones de dólares en fondos públicos, que se tradujeron en la participación pública temporal en la propiedad empresarial. Bajo la supervisión del Grupo de Trabajo Presidencial sobre la Industria Automotriz, se obligó a los acreedores a aceptar pérdidas significativas, se forzó a renunciar al CEO de GM y se estableció una nueva junta directiva con supervisión del Gobierno para asegurar el cumplimiento de los planes de reestructuración. Además, se negoció con el sindicato United Auto Workers para que aceptara reducciones en beneficios y salarios, y participase en la propiedad de la empresa.

Más allá de buscar la estabilidad financiera, impusieron una serie de condiciones tecnológicas y productivas que transformaron el modelo de negocio de los gigantes automotrices: como la reducción de marcas y modelos no rentables y concesionarios; el cumplimiento con estándares federales de eficiencia en emisiones de CO₂ y consumo de combustible; la reducción de la producción de SUVs (Sport Utility Vehicle) y camionetas grandes, apostando por modelos más ligeros y menos contaminantes; un cambio tecnológico hacia vehículos más sostenibles, como los híbridos y eléctricos. Chrysler fue obligada a fusionarse con Fiat, lo que permitió el acceso a tecnología y plataformas de vehículos más pequeños y eficientes y de esta manera rediseñar su línea de productos. El Gobierno también condicionó la ayuda a la modernización de las plantas de producción, reconvirtiéndolas para fabricar vehículos eléctricos o componentes de alta eficiencia. Además, parte de los fondos federales se destinaron a impulsar la cadena de suministro nacional de baterías de ion-litio y tecnologías limpias.

Cada tramo de ayuda estaba condicionado al cumplimiento de hitos tecnológicos y productivos. El Gobierno no solo exigía resultados, sino que también supervisaba su implementación. Bajo la presión de la crisis, la administración Obama utilizó el poder del Estado no solo para evitar un colapso económico, sino para forzar una transición tecnológica que, de otro modo, podría haber necesitado décadas. Por otra parte, esta iniciativa y este modus operandi enriquecieron el fondo de experiencia y les ha permitido, por ejemplo, revitalizar la industria de semiconductores de Estados Unidos, a partir de la Ley Chips y Ciencia de 2022. No rescatando un sector o empresas, sino actuando proactivamente sobre las capacidades productivas de un territorio.

No estamos hablando de China o de ningún país de orientación socialista, sino del mayor abanderado de la visión liberal de la economía, al menos en lo discursivo. Y no es un caso rara avis. Existen múltiples ejemplos de éxito en la órbita capitalista donde los Estados establecen una fuerte condicionalidad a la hora de ofrecer ayudas a las empresas. En cambio, las instituciones europeas, durante décadas, han defendido una versión ortodoxa de intervención pública subordinada a la política de la competencia; y ello ha desembocado en una condicionalidad débil.

Un caso paradigmático fue la política impulsada por el Ministerio de Comercio Internacional e Industria (MITI) japonés, a partir del decenio de 1950. Consiguió superar el desastre económico de la posguerra y convertir el país en una potencia mundial. Lo hizo combinado planificación estratégica, apoyo financiero y una estrecha coordinación con el sector privado. El MITI no solo seleccionaba sectores prioritarios, sino que exigía a las empresas beneficiarias compartir propiedad intelectual, cumplir con estándares de calidad y participar en consorcios tecnológicos. Esta orientación fue clave para el ascenso japonés en sectores como la automoción, la electrónica y la robótica.

Corea del Sur logró convertirse en una potencia sofisticada, siendo una economía agrícola en los años 1960. Desplegó una política industrial exitosa en las décadas de 1970 y 1980 basada en subsidios, créditos preferenciales y protección comercial, pero siempre condicionada al cumplimiento de estándares de desempeño estrictos, como cuotas de exportación, requisitos de contenido local, inversión en I+D y desarrollo de capacidades tecnológicas. Empresas como Samsung prosperaron bajo este régimen, cumpliendo con las exigencias y reinvirtiendo sus beneficios en sectores estratégicos. En cambio, otras como KIA, que incumplieron los compromisos adquiridos, fueron nacionalizadas o forzadas a reestructurarse.

Existe todo un amplio abanico de experiencias con alto nivel de exigencias estrictas a empresas privadas a cambio del soporte público. Desde compromisos detallados de inversión en la cadena de suministro local, hasta sofisticados sistemas de incentivos a la I+D basados en subvenciones reembolsables, condicionadas a la localización de la producción y al retorno de beneficios al Estado en forma de royalties, o la obligación de compartir los resultados tecnológicos con otras empresas nacionales.

La casuística internacional muestra que las ayudas públicas más eficaces no son aquellas con condiciones laxas, sino las que se integran en un marco de reciprocidad, donde el apoyo estatal se intercambia por compromisos concretos por parte de las empresas. Así, la condicionalidad no es un obstáculo a la inversión privada, sino una forma de orientar el comportamiento del sector privado hacia objetivos de interés general y maximizar su valor público. Representa una forma de gobernanza económica que permite a los Estados no solo catalizar inversiones, sino también dirigirlas hacia fines estratégicos. Ahora bien, esta lógica exige una administración pública con capacidades técnicas, políticas y organizativas suficientes para diseñar, negociar y hacer cumplir dichas condiciones.

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