Josu Iraeta
Escritor

Constitución española Art. 2

El mensaje español es claro, nosotros pretendemos subvertir el «consenso radical» de su democracia mediante la abolición del principio de soberanía nacional. Es ahí, exactamente ahí, donde radica la manipulación.

Es innegable que las pasadas elecciones generales, han dejado un «aire optimista», tanto en Navarra como en la C.A.V. y no seré yo quien alerte del riesgo ante un excesivo optimismo.

Recuerdo que hace ya algunos años, el exalcalde de Barcelona, el Sr. Pascual Maragall, decía que, para abrir una segunda transición, podía empezarse por «releer» la Constitución. Decía que, para quitarle «lo que sobra». Bien, han transcurrido años, gobiernos, programas y presidentes de diverso pelaje y nada ha cambiado. Es a esto a lo que antes hacía alusión, respecto al excesivo optimismo.

Han transcurrido décadas, en las que tanto el PSOE como el PP, han ido rotando como inquilinos de La Moncloa, y ni unos ni otros han mostrado la capacidad e inteligencia necesarias para resolver una ecuación que dejó pendiente el dictador Franco, concretamente esta: Catalunya + Galiza + Euskal Herria + España = 0

Es de suponer que las razones y argumentos que se pueden esgrimir varían en función de la óptica política, yo me inclino por abordar el sempiterno inmovilismo –producto de la debilidad ideológica– que impera en la clase política española.

Vaya por delante que soy de los que defienden que hay valores que no se pueden negociar sino defender. Valores que se falsean en programas y discursos políticos, que hoy se diluyen en retóricas y sermones. Po cierto, materias que «antes» fueron propias de sotanas y seminarios.

Hoy no se vislumbra corriente alguna que alumbre otro futuro a corto plazo, aunque dada la situación actual de desguace generalizado que viven las formaciones políticas españolas –con alguna salvedad– estén siendo avocadas a exhibir todo aquello de lo que carecen, especialmente diálogo e inteligencia.

No se oye otra cosa, todos alaban la política de consenso. Son incontables los discursos y artículos sobre las excelentes virtudes del diálogo, subrayando que es el talante cívico de «la calle» quien lo demanda.

En mi opinión hay poca sinceridad en todo ello, porque no puede afirmarse que las mayorías absolutas resulten «en sí mismas– asfixiantes y deban conducirse siempre con un talante exclusivo e imperativo. Del mismo modo que no es cierto que el consenso derive indefectiblemente en una sociedad más libre y respetuosa.

La búsqueda de consenso puede dar estabilidad a un régimen, a un gobierno. Puede también comportar una mayor flexibilidad en el reconocimiento de voces ajenas, incluso abrir ventanas a expresiones, miradas y proyectos minoritarios. Es cierto, pero también lo es el riesgo de diluir valores e ideologías en la indiferencia, concluyendo que las minorías gobiernen como si no lo fuesen.

No son las únicas reflexiones que sobre el consenso y sus aplicaciones pueden desarrollarse. También cabe el riesgo de ignorar el núcleo ideológico de los programas políticos, que son –de hecho– quienes reciben la confianza y el mandato de la ciudadanía, convirtiéndolo en un negocio malsano de «librecambio» de votos, anulando e inutilizando el deseo expreso de los votantes.

Nunca debiera olvidarse que un partido político es un canal de opinión público, que sólo hace justicia a su electorado si respeta el programa. No cuando lo pasa por una batidora con la intención de obtener un «puré» válido para consensos

Es cierto que en una sociedad plural resulta conveniente –incluso necesario– mantener abierto el espíritu de diálogo y respeto a la diversidad de toda índole, tanto política, como social y cultural. Pero también es cierto que la filosofía del consenso no debiera desnaturalizarse, no debiera servir de lanza para sacar de la escena a un adversario que defiende su programa y sus convicciones mediante procedimientos democráticos.

Y es que, la democracia es el régimen basado en el ejercicio público de la razón, nunca la manipulación insidiosa de la realidad, a la que, por desgracia, estamos tan acostumbrados.

El mensaje español es claro, nosotros pretendemos subvertir el «consenso radical» de su democracia mediante la abolición del principio de soberanía nacional. Es ahí, exactamente ahí, donde radica la manipulación. Porque nosotros, «los moradores de las regiones ariscas», debemos tener muy presente de dónde venimos, quienes somos y qué queremos.

El arte de la política no tiene por qué ser el arte del camaleón. En democracia «todo» no tiene por qué ser negociable. Existen principios que no pueden dejarse de lado, y la identidad y soberanía de los Pueblos, son los verdaderos valores de la convivencia en democracia.

Después, siempre después, la asunción de otros valores formales; las garantías jurídicas, la observancia de las leyes y de las reglas.

A mi entender, el verdadero problema radica en un malentendido sociologismo, según el cual los gobiernos españoles se otorgan el derecho a interpretar «el grito de la calle», a una gramática lingüística conceptual y «ética» basada en las palabras fetiche: «Somos España, somos españoles».

La gravedad del problema también reside entre quienes no aprecian diferencia alguna entre diálogo y negociación. El diálogo con los nacionalistas españoles como prólogo de una negociación, sólo nos ha llevado a una superposición de monólogos, porque su ideología absolutista, les induce a denominar patria a «su» España, equívoca aseveración, de raíces imaginarias.

No sé cuando se darán las condiciones objetivas para ello, ya que en los parámetros ideológicos que delimitan actualmente el quehacer político del nacionalismo español, se mantiene impregnado de una «vieja» y constreñida evolución por todos conocida.

Mientras la cabecera de este artículo continúe siendo «el buque insignia» del sistema político español y sus representantes exhiban sus vergüenzas –sin el más mínimo sonrojo– por Europa y el Mundo, sólo los catalanes –algunos catalanes– apuntan al «santabárbara» del buque. Nosotros aquí.

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