Iñaki Egaña
Historiador

Contrarreforma

Las señales que lanzan las elites citadas tienen muchos puntos de convergencia con las contrarreformas históricas.

Llegan vientos gélidos, ecos de otros tiempos pasados, de tonalidades grises y sonidos amortiguados por el silencio impuesto. La bestia amenaza con sus tentáculos que alcanzan los límites del reino. La ofensiva es brutal, organizada como si fuera la puesta en práctica de un modelo estratégico militar. El toque de corneta resuena y nos eriza el vello. Recordamos la que llamaron “Guerra del Norte”, mientras exhumamos los restos de nuestros antepasados más cercanos, víctimas de un odio similar al que nos profesan hoy los descendientes de aquellos verdugos impunes.

Dicen que hay tres líderes de la derecha ultramontana. Una dirección tricéfala (Abascal, Casado, Rivera). Pero yo veo muchos más. Consuelo Ordoñez, Gaspar Llamazares, Felipe González, Alfonso Guerra... Cada uno, como se suele decir, a su bola, pero todos ellos lanzando un mensaje muy similar: hay que acabar con la Reforma.

Hace ya muchos años, tantos que han cruzado por nuestra tierra dos generaciones que ni siquiera vivieron aquellos tiempos, el franquismo abordó su desaparición y condujo un proceso al que llamaron Transición. De un régimen dictatorial a una democracia. Le llamaron Reforma del sistema, partiendo de que la fase política franquista tenía elementos válidos recuperables y sobre todo, un contingente humano extraordinario (por su cantidad, no por su calidad) que se traspasaba al nuevo periodo democrático. Borrando de un plumazo todo su pasado vandálico.

En esta Transición, partidos políticos y sindicatos fueron reconocidos (en los primeros años quedaron prohibidos los independentistas y los revolucionarios, que no pudieron presentarse a la elecciones con sus siglas) y aquel inacabado reparto autonómico de la Segunda República fue recuperado pero inmerso en un adulterado Estado de las Autonomías. Para no reconocer la singularidad catalana, gallega o vasca, los reformadores franquistas inventaron una supuesta ansia soberanista en Murcia, Valladolid, Badajoz o Toledo. Le llamaron “café para todos”.

La izquierda abertzale, así como otros agentes políticos y sindicales, no aceptó el marco reformista. Por una sencilla y simple razón. Se trataba del maquillaje del franquismo, tutelado por las instituciones que habían sido pilares de la dictadura: Iglesia, Ejército y oligarquía financiera (bancos especialmente). En cambio, otros actores opositores a la dictadura aceptaron las nuevas y viejas reglas del juego, entre ellos el PSOE, el PCE y el PNV.

El recorrido reformista es conocido. Sus aliados, 40 años después, han dejado un reguero de argumentos como para que su postura sea firme. Han defendido la Reforma con uñas y dientes, en las cloacas y en los foros internacionales. En el fango y en las alfombras reales más ilustres. Haciendo méritos de sobra para ser considerados miembros de ese selecto club reformista. No hace falta ser más explícito para entendernos.

Sin embargo, la degradación de todo el recorrido reformista, la puesta en entredicho de los supuestos valores de la Transición y la “deshonra” permanente de instituciones físicas y aparentemente blindadas como Guardia Civil, Judicatura y Monarquía o simbólicas como el poder del macho ibérico o la sagrada unidad patria, han revivido un nuevo escenario. Un escenario habitual, para desgracia de muchos, en la historia de ese proyecto llamado España. Considerada la Reforma como el sumun de la capacidad democrática dispuesta a tolerar por las elites españolas, el contexto político exige un retroceso para ganar nuevamente posiciones e imponer el modelo original. Llega la Contrarreforma.

La Segunda República española no fue una revolución como nos la han querido presentar algunos. Apenas una breve reforma de un proyecto, España, anclado en un pasado medieval. No tuvo tiempo para afianzarse porque llegó de inmediato la contrarreforma franquista. Con esos códigos totalitarios que cercenaron la vida de millones de hombres y mujeres. No sólo en lo político, sino también en lo personal, en lo individual, en las libertades cotidianas, desde el sexo hasta la alimentación.

La anterior contrarreforma también espectacular fue la católica, asimismo liderada por elites hispanas que no quisieron siquiera especular con la apertura que preconizaban otras corrientes cristianas frente a la belicosidad ideológica de la Iglesia vaticana. De apellido ultraconservadora porque aún no se habían producido las experiencias nazis o fascistas. Pero, el magma fue el mismo. La Inquisición, uno de los restos de aquella contrarreforma.

Hoy, las señales que lanzan las elites citadas tienen muchos puntos de convergencia con las contrarreformas históricas. No hay Inquisición, pero hay una Audiencia Nacional, sinónimo y continuidad del Tribunal de Orden Público franquista, que ejerce de manera similar. La tortura inquisitorial, hoy atracción de museos, no tiene que envidiar a la reformista de la Transición. ¿Cómo será la de la Contrarreforma? A temblar.

Lo sombrío de este retroceso se completa con esos sectores que necesitan de la comodidad para desplegar su estatus. Esos que siempre están haciendo sus deberes, sean los que sean, para señalar que son los buenos de la película. Que los malos, tanto en un escenario como en otro, son otros. Saben que en la Reforma estarán más cómodos, pero también tienen recursos para flotar en un escenario contrarreformista. La actuación de la Policía Política Autónoma en la doble prueba de Amurrio viene a confirmarlo. No enfadar a los milicos y ofrecer la cabeza decapitada de nuevas víctimas. Para hacer méritos.

El juicio al Procés catalán es otra de las señales de esa contrarreforma. No hay siquiera un atisbo para la bilateralidad, como no lo hubo en el desarme de ETA o en su disolución. La democracia entendida desde ese proyecto que llaman España pasa por el primero de los tamices, el de la autoridad. Y ya se sabe que, bajo esas coordenadas, la autoridad no se discute. O se es sumiso, o se es delincuente. Definiciones de los contrarreformistas.

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