Víctor Moreno
Profesor

Cultura

El poeta T. S. Eliot escribió en los años 50 un ensayo con el fin de aclarar su significado. Se titulaba “Notas para una definición de cultura”. Entre otras afirmaciones sostenía: «Es de justicia añadir que por lo que se refiere a decir disparates acerca de la cultura, no hay diferencia alguna entre políticos de una facción u otra. La carrera política es incompatible con la atención que requiere utilizar los significados exactos de las palabras en cada ocasión». No obstante, Eliot concluía que cultura era «todo aquello que hace de la vida algo digno de ser vivido».

Lo que, más que aclarar, confundía o daba la razón a todo el mundo, porque cada persona quema incienso en un particular altar que hace de su vida lo más hermoso y lo más digno. Si es el vino, nadie le recriminará que hable de «la cultura del vino». Si es Osasuna, nada extrañará que hable de la «cultura del osasunismo». Y ya no digamos si se trata de la «cultura del ternasco», sea aragonés o navarro. ¿Quién pondrá a horcajadas de asno a quien proclame que como esa cultura, con permiso de los veganos, no hay?

La palabra cultura retoza en los periódicos. Quizás, eso se deba al dicho «dime de lo que presumes y te diré de lo que careces», pero no. La causa radica en la tendencia a elevar a categoría lo que solo es anécdota; un hecho que ni siquiera es fenómeno social, sino resultado de la calamitosa circunstancia de repetirse en un tiempo y espacio determinados. Así surgieron, «cultura del desahucio», «cultura de la impunidad», «cultura del insulto», «cultura del alquiler» y, ahí es nada, «cultura del onanismo», «cultura de la violación» y «cultura de la memoria», últimas aportaciones de la imbecilidad ambulante.

Ante lo cual podría preguntarse, pero ¿existe la cultura de la violación? ¿Y la cultura de la memoria? Lo primero más parece una contradicción entre dos términos que, a priori, deberían repelerse. Quienes perpetran una violación, ¿lo es porque están en posesión de una cultura de la ídem aprendida leyendo a Sade? Para nada. Sencillamente, la violación no es cultura, sino delito. Y si se dice que la violación forma parte de la cultura española, es decir, de un modo de ser y de estar en el mundo de algunas personas, entonces, es que estamos zumbaos de verdad. Y en cuanto a la relación cultura y memoria, lo mismo. Redundante. La cultura sin memoria es imposible. Recordar es parte de la esencia del ser humano. No solo somos lo que recordamos, también lo que olvidamos, y sin recuerdos y olvidos, la identidad personal hace agua. Estamos condenados a recordar y a olvidar.

La cultura, más que producto, es proceso que no termina nunca, porque nos va en ello la construcción de una voluntad ética, donde uno debe batallar con lo que vive en su interior y lo que viene de fuera. Y en esa dialéctica cabe distinguir entre cultura individual y cultura de una sociedad. Quién o qué determina esa cultura, individual o colectiva, es un acertijo jamás resuelto. Ni el individuo mide la cultura de la sociedad, ni esta, cualquiera que sea, la del individuo. Y, desde luego, no existe la cultura, sino las culturas.

Se tiende a considerar la cultura como un valor indiscutible, pero Freud en "El malestar de la cultura" ya nos alertó que la infelicidad del hombre procede de las pulsiones que generan los deseos personales y las restricciones impuestas por la llamada cultura o, mejor, culturas. Porque no todas son iguales.

Primero, existe una «cultura normativa» de la que forman parte costumbres y tradiciones. Impregna la conducta de los individuos y de las masas. Quienes, a veces, se rebelan contra ella, sufren el acoso de los portavoces de esta cultura, de la que, dicen, «forma el poso y la identidad de pueblos y de sociedades», pero no añaden que tiende a la uniformidad y arrasa la diferencia, la pluralidad, la espontaneidad y la autonomía. Y no, no son solo las tradiciones religiosas las únicas en imponer un código único cultural. También, hay costumbres laicas, políticas, sexuales y sociales que perpetran el mismo «error cultural».

Segundo, existe una cultura creativa, cuyo mayor peligro y, al mismo tiempo, valor es que cuestiona la anterior cultura prescriptiva. Al fin y al cabo, la creatividad, si va asociada con la originalidad, supone una ruptura con la norma y los principios regulativos que el sistema cultural impone a la ciudadanía. La cultura normativa jamás renuncia a imponerse como principio de la realidad frente al principio del placer, que decía Marcuse.

La creatividad artística es plural y sus propuestas rara vez encajan en la cultura normativa, pues, conlleva un pensamiento nuevo que pone en solfa al pensamiento autoritario que regula la cultura prescriptiva. La tradición está para ser traicionada. ¿O, ya no? Si no fuera así, seguiríamos tirando cabras desde el campanario.

Tercero, existe una cultura crítica, nunca bien recibida si no se comparte. Algunos la asocian o identifican con lo que llaman cultura revolucionaria, pero no tiene por qué. Hay una cultura crítica que está al servicio del poder y de su mantenimiento, aunque dicha actitud parezca contradictoria. Y la crítica, además, no es patrimonio exclusivo de nadie.

De hecho, existen personas cultas, en el sentido creativo del término, que se han adaptado tan bien al pesebre del poder que hablar, como antaño, de la traición de los intelectuales sería un elogio. Hoy ya forman tendencia. Por eso extraña que no se hable de la «cultura de la traición» o de la «traición de la cultura», que no es lo mismo.

Y, claro, ni idea si Freud acertó al describir la cultura como malestar, pero cualquiera observará, sea culto o no, que la cultura no ha conseguido disminuir los índices de criminalidad de cualquier sociedad que se precie heredera de la Ilustración. Ni rebajado los humos de egolatría de quienes se consideran más cultos que Leonardo de Vinci que, por haberlos, haylos. A fin de cuenta, «si la cultura no nos hace más humanos, mejor seguir desnudos». Marco Aurelio dixit.

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