Juan Hernández Zubizarreta y Pedro Ramiro
Observatorio de Multinacionales en América Latina (OMAL) – Paz con Dignidad

De Ginebra a Glasgow, sin novedad en las cumbres

La posición del Gobierno estadounidense desplaza el marco del debate hacia la derecha y hace aparecer la diligencia debida, abanderada por la UE, como un comodín que opera como «mal menor».

Llega el otoño y con él las grandes cumbres internacionales. Llamamientos de los Estados centrales a la acción que no se traducen en acciones. Declaraciones de las asociaciones empresariales a favor de un cambio de rumbo que refuerzan el business as usual. Participación de la sociedad civil en unas negociaciones que formalizan las relaciones de poder asimétricas. Obstáculos burocrático-jurídicos que dilatan las resoluciones hasta eternizarlas. Acuerdos vinculantes que no incluyen órganos ni sanciones ni comprometen a casi nada. Una cumbre decisiva detrás de otra para, año tras año, ver cómo se aleja la posibilidad de instaurar reglas efectivas para controlar a los grandes poderes económico-financieros.

Durante la semana del 25 al 29 de octubre, en la sede de la ONU en Suiza, tuvo lugar la séptima reunión del grupo de trabajo intergubernamental sobre empresas transnacionales y derechos humanos. En las dos siguientes, se ha celebrado en la mayor ciudad de Escocia la vigesimosexta edición de la conferencia de Naciones Unidas sobre cambio climático (COP26). Ginebra está conectada con Glasgow de la misma forma que se conectan los derechos humanos y la biodiversidad, la sociedad y la naturaleza, la acumulación de capital y la trama de la vida.

La profundización de las desigualdades sociales, la agudización de los conflictos ecológicos y las violaciones de los derechos humanos, más allá de presentarse como consecuencias de las «malas prácticas» político-empresariales, se localizan en el núcleo de los mecanismos de extracción de riqueza por parte de las grandes corporaciones. De ahí que una normativa mundial que obligara a las trasnacionales a responder por sus abusos sobre los derechos humanos iría ligada, ineludiblemente, a la remisión de sus impactos socioecológicos. Pero Ginebra y Glasgow, como antes Copenhague y París, se relacionan efectivamente en el sentido inverso: mientras se continúa con el blindaje de los «derechos» de las grandes empresas y fondos de inversión, ¿dónde quedan sus obligaciones socioambientales?

En los últimos años, las cumbres de Naciones Unidas sobre cambio climático han sido el espejo en el que se han mirado las cumbres sobre empresas y derechos humanos. Con la firma del «histórico» acuerdo de París, en 2015, se dio carpetazo a dos décadas de «responsabilidad social» y pactos voluntarios para inaugurar la era de los compromisos vinculantes... vaciados de contenido. Y el proceso de elaboración de un tratado sobre las multinacionales en la ONU, que podría contribuir a llenar el hueco flagrante que existe en el derecho internacional en relación con las obligaciones extraterritoriales de las grandes compañías, va por el mismo camino.

Minuto y resultado en Ginebra. El seguimiento de las negociaciones entre los países para acordar el texto del instrumento internacional jurídicamente vinculante sobre empresas y derechos humanos se ha vuelto cada vez más desesperante. El proceso empezó con brío en 2014, con el liderazgo de Ecuador y una correlación de fuerzas social y política bien diferente a la actual, y a pesar de la oposición de Estados Unidos y la Unión Europea, el Consejo de Derechos Humanos aprobó una importante resolución para el control de las transnacionales. Durante los tres años siguientes se fueron recogiendo testimonios, propuestas y argumentaciones, con las intervenciones de los países pero también de las organizaciones sociales y defensoras de los derechos humanos, con el fin de dotar de contenido al futuro tratado. En 2018 se presentó el borrador inicial del texto, que se fue suavizando progresivamente en las siguientes versiones hasta llegar a la cita actual, donde ya se ha pasado a la negociación del articulado final entre los Estados. Cada año que pasa el proceso se vuelve más complicado y no deja de encallar en cuestiones técnico-procedimentales, convirtiéndose en la práctica en un asunto reservado para especialistas.

La gran novedad, esta vez, ha sido la entrada por la puerta grande de Estados Unidos. El Gobierno estadounidense, que siempre se ha opuesto a un tratado internacional para controlar a las transnacionales, ha decidido ahora participar en el proceso. Y lo ha hecho para tratar de reventarlo: ni Obama ni Trump –bajo sus presidencias, EEUU se puso de perfil en Ginebra–, ha sido la administración Biden la que ha maniobrado para promover un procedimiento alternativo que haga descarrilar definitivamente la posibilidad de establecer reglas efectivas para las grandes corporaciones.

En esta coyuntura, la Unión Europea, que también votó en contra del tratado en 2014 pero luego sí fue interviniendo en el proceso –primero para tratar de bloquearlo y después para irlo descafeinando–, reaparece como el poli bueno de la «globalización responsable». No en vano, la Comisión Europea está ultimando la publicación de una directiva sobre diligencia debida de las empresas en relación con los derechos humanos y el medio ambiente, una norma que otorga carta de naturaleza a la unilateralidad empresarial. Y es que la directiva europea sobre diligencia debida no se vincula con el cumplimiento del derecho internacional de los derechos humanos, sino que se fundamenta en la elaboración, revisión y actualización de los planes de riesgos elaborados por las propias corporaciones. Con esta normativa, cuyo contenido respecto a la resolución del Parlamento Europeo aprobada el pasado marzo está siendo rebajado por la presión de las asociaciones empresariales, solo podrá exigirse jurídicamente a las compañías que cumplan con sus propios procedimientos. En lugar de aumentar las inspecciones y controles públicos, continúa la lógica de las auditorías privadas.

La posición del Gobierno estadounidense desplaza el marco del debate hacia la derecha y hace aparecer la diligencia debida, abanderada por la UE, como un comodín que opera como «mal menor». Por un lado, Estados Unidos tapona el tratado en aras del consenso; por otro, la Unión Europea presiona en favor de la diligencia debida y apuesta por un tratado light. A Microsoft, Unilever y Nestlé también les parece oportuno que se impulse esta regulación basada en la diligencia debida. No es extraño, porque con este concepto basado en el soft law se consigue atrancar la vía del tratado y, a la vez, se tiñen las futuras propuestas normativas nacionales e internacionales de la línea pro-business. La directiva europea, que contó con el apoyo de la mayoría de europarlamentarios y ONG en su primera versión y aún está por ver quiénes la apoyarán en su texto definitivo, marca tendencia.

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