José Ignacio Camiruaga Mieza

De la democracia a la demopraxia

En los últimos años, nos vamos viendo inundados por una avalancha de reflexiones sobre la democracia, tanto desde una perspectiva histórica como, sobre todo, actual, aunque las reflexiones sobre el pasado y el presente se entrecrucen inevitablemente. Esta sobreproducción es el resultado de un supuesto compartido por muchas personas que los publican: la democracia atraviesa una profunda crisis. Y se supone que esta toma de conciencia puede interceptar un fenómeno interesante y atraer a muchos.

Sabemos que la democracia es un gobierno de la crisis. Pero ahora parece que es la crisis la que gobierna la democracia, hasta el punto de devastarla. A juzgar por algunas reflexiones, la nuestra sería ahora una democracia «sin»: «sin pueblo», «sin memoria», «sin futuro», «en declive». Aparece «actuando», «desfigurada» y, por tanto, «irreconocible». Es un «engaño» y, por tanto, «fracasa». En definitiva, «no existe».

Uno se pregunta, para empezar, si se trata de ¿crisis, malestar o estancamiento? La respuesta es demasiado fácil: es una «crisis», y además «ahora evidente». La democracia «promete, traiciona, engaña y decepciona», es un «mecanismo atascado», «parece haber perdido atractivo», está «cautivo» del «principio representativo», «sujeto a fuertes motivos de deterioro». Parece «frágil y vulnerable». En resumen, «somos escépticos sobre las instituciones democráticas», ya que el proyecto está «groseramente degenerado, sutilmente disminuido o mecánicamente obstruido».

He leído que nos estamos «convirtiendo en una pseudodemocracia». más concretamente, estamos asistiendo al «largo crepúsculo de la democracia representativa» y, para variar, a la «crisis de la democracia representativa». Uno se pregunta: «¿Acaso el modelo democrático está llegando a su fin?» o «¿estamos al borde del caos?».

Hace unos años, este coro pesimista habría sido impensable. La democracia aparecía como el único horizonte posible y esta inercia incluso aún hoy puede palparse. El imperativo era, si acaso, cómo exportar esta forma de gobierno, por las buenas o por las malas, arrollando a los pocos dictadores sanguinarios supervivientes, ya fuera de tiempo, para convertir a pueblos enteros deseosos de consumir el nuevo producto.

Un pequeño grupo de estudiosos, en la vena antigua y noble encabezada por los antidemócratas Platón y Aristóteles, sostiene que la democracia no es el «mal menor», según la famosa fórmula (quizá apócrifa) de Winston Churchill. Es una solución inadecuada. Detrás de sus apariencias, «se esconden las oscuras y turbias realidades del uso y abuso del poder»: es necesario, por tanto, «desvelar las contradicciones ocultas y las flagrantes distorsiones de la democracia». Es un «engaño democrático», «un nuevo estado de esclavitud (que) se basa taimadamente en el engaño y la falta de información». «Pretende ser eterna pero, como todas las instituciones humanas, acabará en el basurero de la historia».

También hay que tener en cuenta que existen ámbitos que se consideran refractarios a la democracia. La ciencia no es democrática: la velocidad de la luz no se decide a mano alzada. Tampoco lo es el talento artístico, aunque después del Factor X y los talent shows en algunos aspectos hasta el arte se ha democratizado.

Sin embargo, la mayoría de los estudiosos siguen estando a favor de la democracia. Partiendo de la evidencia del estado de crisis manifiesta, intentan identificar los síntomas, rastrear las causas, imaginar remedios.

A juzgar por los síntomas, el problema tiene dos vertientes. Por un lado, hay «desafección al voto» o «absentismo electoral», «competiciones electorales en declive» y «disminución de la afiliación y la participación» de los principales partidos.

Pero, cuando los votantes acuden a las urnas, los resultados parecen desalentadores. El síntoma más cacareado y preocupante es la «emergencia de los populismos», de hecho, la «propagación de los populismos», es decir, la «ola populista», apuntalada por la «retórica populista» de «movimientos y partidos unidos por un violento motivo antipolítico y antidemocrático». He aquí, pues, «la impugnación de las élites» o incluso «el odio hacia las clases dirigentes», acompañado de «desencanto y resentimiento». Este peligro ya fue advertido por Christopher Lasch en La rebelión de las élites y traición a la democracia de 1996.

Otros síntomas inquietantes se consideran, por ejemplo, el Brexit y «la llamada a construir muros, a rechazar los flujos migratorios, a restablecer las medidas proteccionistas» y en general «la violencia fronteriza». Nos queda una política en la que «solo resisten los dirigentes» y «resurge el espectro del fascismo y el racismo».

Se suele decir, yo por lo menos lo leído, que los síntomas estallaron en la década de 1910 y son, por tanto, relativamente recientes, pero la enfermedad parece tener raíces más antiguas. 1989, con la caída del Muro de Berlín, había representado una apertura hacia un mundo sin fronteras; 2016, con el referéndum sobre el Brexit y la elección de Trump, indicó un giro en la dirección opuesta y sacó a relucir el abismo de decepción y resentimiento que recorre las sociedades occidentales. Pero, ¿cuál fue el punto de inflexión? Hay pocos estudiosos que indiquen el momento preciso del contagio, o al menos sus primeros síntomas subestimados. Después de 1989 la democracia parecía triunfante, luego hubo un grave deterioro en las democracias de la «constitución europea.

Una vez identificados los síntomas y vagamente el punto de inflexión, es posible profundizar para identificar las causas de la enfermedad. La más popular es el dominio de la economía y el mercado. El enemigo son las élites económico-financieras. Son «oligarquías muy poderosas, muy alejadas y cada vez más decisivas», una «oligarquía político-financiera» o un «neoliberalismo activamente comprometido en la destrucción de la democracia». Estas élites económico-financieras están animadas por el «espíritu rapaz del capitalismo «crecer o morir «», a partir de un «modelo basado en el mercado y los crecimientos infinitos (...). fundamentalista, integrista, totalitario». Es el «fin del desarrollo económico y el nacimiento del Estado deudor, «disciplinado» por los mercados financieros», que imponen un «orden oligárquico de ataque frontal a la democracia que revive el fantasma del fascismo y el racismo». Es «la revolución económica de la tecnociencia».

Una segunda causa se identifica en la «mutación antropológica» que ha conducido a la «singularización», convirtiendo a cada uno de nosotros en «impolítico» y, por tanto, «irrepresentable». En otras palabras, la «disolución de la comunidad».

En este escenario, crece el « «vacío» cada vez más sentido entre la política y la democracia popular». La política se encuentra «reducida a una mera técnica de organización estatal o confiada a grupos de «profesionales «», con los ciudadanos reducidos a «meros votantes y contribuyentes, es decir, receptores pasivos de bienes y servicios proporcionados por un Estado omnipotente y omnipresente».

Una trampa peligrosa la representa la «sacralización», el hecho de que «la moral occidental se haya convertido en una mera pose, en una exaltación acrítica de causas éticas», dominada por «ídolos diversos (...). : desde los fetiches del caudillismo hasta los de la libertad, la economía, la ética». Se trata, por tanto, de «tomar sus componentes [de la democracia] no como principios verdaderos o promesas reales, sino como ficciones, es decir, como metas imposibles que, sin embargo, consiguen orientar los comportamientos».

Más ambigua es la actitud hacia la «democracia digital». «La «apertura» de Internet y su aparente libertad» se ve a veces como la causa principal de la nueva deriva populista, donde «una especie de igualitarismo narcisista y desinformado parece sacar lo mejor del conocimiento tradicional establecido». En otros casos, aparece en cambio como el posible remedio a la involución de la democracia representativa. «¿Es la Red realmente una herramienta al servicio de la innovación democrática o, como afirman los ciberpesimistas, «Internet es el enemigo «?» A veces es lo uno y lo otro a la vez, en un «paisaje contradictorio». La creencia «en una Red libre, democrática, gratuita, transparente, imparcial, revolucionaria, capaz de derrocar las jerarquías establecidas en favor de una participación amplia, generalizada y popular» choca con «la tendencia a la delegación tecnocrática». «La creencia generalizada sobre el potencial democrático inmanente a las tecnologías digitales es cada vez más refutada por quienes lo ven principalmente en forma de flechas al arco de los «populistas «».

El veredicto es ambiguo: «durante décadas, los expertos han estado divididos sobre si la red puede permitir una mayor participación ciudadana en la gestión de los asuntos públicos». La digitalización también significa big data y algoritmos, «armas peligrosas para juzgar a profesores y alumnos, cribar los planes de estudio, determinar si se conceden o deniegan préstamos, evaluar el rendimiento de los trabajadores, influir en los votantes, vigilar nuestra salud».

Igualmente ambiguas son ciertas actitudes hacia la Comunidad Europea.

Necesitamos «recuperar la democracia para crecer». Para encontrar remedios, es útil partir de la premisa de que la democracia «no es una virtud innata», «no se encuentra en la naturaleza: es un producto artificial». Por lo tanto, hay que «cuidarla, nutrirla, potenciarla». «Ninguna democracia es capaz de evitar déficits momentáneos de representación y toma de decisiones, pero todas ellas, incluso las deficitarias, tienen posibilidades de aprendizaje y (auto) corrección». La democracia «tiene la posibilidad de corregirse, de modificar su estatuto y adaptarlo a la evolución de los lugares y de los tiempos». «Se aprende a ser ciudadano pero se necesita responsabilidad y conocimiento». Es posible «mejorar la calidad de la democracia a través de la educación», y también «enseñar la democracia» para «redescubrir a los maestros del pasado, redescubrir el momento en que se pronunció por primera vez la palabra libertad». Hay una «necesidad más fuerte de una educación lingüística que enriquezca nuestras capacidades de comprensión e inteligencia». Hay que imaginar «un proyecto comunitario basado en la cultura». Una solución, en «un mundo tan plural como pluralista», podría ser el «pluriversalismo», es decir, una «democracia de las culturas».

Un segundo orden de propuestas, en un plazo más corto, insiste en la necesidad de «cambiar la composición de esta clase dirigente, salir de esta oligarquía que se restablece constantemente y restablecer esa igualdad de puntos de partida». Necesitamos «nuevas instituciones sociales, en sintonía con las aspiraciones de la gente y el pluralismo de las sociedades complejas».

Pero, ¿cómo alcanzar estos objetivos? Por un lado, se invoca la «democracia directa», a través de «formas democráticas basadas en la auto-organización comunitaria alejadas del paradigma occidental jerárquico y desigualitario» y de «prácticas horizontales y modos de compartir», quizá potenciando «dinámicas participativas» y prestando «mayor atención a la dimensión de la subsidiariedad». O uno puede conformarse con la «democracia directa moderna, de tipo suizo», que «flanquea y no sustituye a la democracia representativa» y «suprime el monopolio del poder legislativo». Se puede avanzar hacia una «democracia de opinión, democracia del público o democracia participativa». También puede tomar el nombre de «democracia continua». Por último, hay quienes sugieren «abolir las elecciones, dejar de elegir a los parlamentarios mediante el mecanismo electoral. Y confiar en el sorteo para determinar quién es el responsable de redactar las leyes del Estado».

Al mismo tiempo, es necesario reavivar la «agonía política» mediante «una reactivación del conflicto» que pase también «por la valorización política de las prácticas artísticas y la redefinición del concepto mismo de democracia» para llegar a «un mundo multipolar en el que pueda imponerse un auténtico pluralismo cultural y político». Lo que se necesita es una «contra-democracia a través de la cual la sociedad civil supervise y estimule las instituciones». Hay quienes profetizan «una visión no estatal» y una «democracia sin Estado». Una solución podría estar representada, a reserva de «una convergencia entre conservadurismo y libertarismo», por «un proceso de secesiones en cadena a una multitud de regiones y ciudades-estado diseminadas por los continentes europeo y americano».

También hay que tener en cuenta que cualquier proyecto de revitalización debe pasar por «la plena implicación de la sociedad» y requiere la «constancia de los propios actos» y el «trabajo continuo».

Estas son las formas posibles de una democracia revitalizada. En cuanto al contenido, «la democracia que está por venir es acogida, solidaridad, participación, justicia», recordando que «la dignidad humana es inviolable» y «debe ser respetada y protegida».

La alternativa a la democracia directa es «una forma «epistocrática» de gobierno», en la que el poder se confía a quienes tienen «conocimientos y experiencia». El riesgo es florecer en «sistemas autoritarios que privilegian el resultado de la acción gubernamental en lugar del proceso de participación democrática que históricamente la acompaña». O que se conviertan en una «dictadura de la mayoría».

En cualquiera de los dos casos, puede ser útil el consejo del padre del marketing moderno: intentar «imaginar que la democracia es un producto y que los ciudadanos somos sus consumidores desafectos».

Quizá quienes profetizaron la crisis de la democracia anticiparon el futuro en el que nos hundimos. Tal vez se trate de una de esas profecías implacables que, a fuerza de repetirse, se autocumplen. Para salir de este atolladero puede ser útil un arranque de imaginación y la invención de una nueva forma política.

La demopraxia sustituye el término «poder», del griego kratos (del que deriva democracia), por el término «práctica», del griego praxis (de ahí demopraxia), para llegar donde no se pudo llegar con la imposición del demopoder. Quizá así sea posible realizar democráticamente lo que ha sido el sueño de la democracia. Es la utopía de un sueño.

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