Iñaki Egaña
Historiador

Desconfiamiento

Versiones inverosímiles como esta han apaleado a nuestro país. Durante el confinamiento, han ido en aumento.

La verdad es más extraña que la ficción, escribió en cierta ocasión ejerciendo de bufón Mark Twain. Vivimos en tiempos extraños, condicionados por una pandemia mundial que en Occidente desconocíamos en su crudeza, al menos las últimas generaciones, y que nos ha relegado a situaciones excepcionales. En ese medio, la ficción ha ganado terreno a la verdad, dando juicio al aforismo de Twain.

Rodeados de teorías conspirativas y marcados por una serie de líderes mundiales que más bien parecen, con excepciones, por supuesto, predicadores no sé si del séptimo cielo o del octavo anillo de Saturno, la gestión política y social institucional se ha convertido en un desmadre gigantesco. A veces tengo la impresión de que nos dirigen quienes tienen más capacidad de engaño y otras, en cambio, que nos sentimos cómodos con esa seducción. Vamos, que dejamos que la ficción guíe nuestras vidas, por muy disparatada que sea.

Nos enfrentamos, como decía Ignacio Ramonet, a una situación enigmática, demostrando una vez más que «la historia es impredecible». Y el hecho de que el poder no sepa hacia donde se dirige, esta vez la reflexión es de Serge Hamili, aumenta el vértigo. Más aún cuando día sí y día también, percibimos que nos tratan como a niños y que mienten de una manera descarada, sin guardar las formas. En progresión geométrica.

El ejemplo de las mascarillas llama a mi puerta una y otra vez. Al comienzo del encierro, nos habían llegado imágenes de China y todos aquellos territorios donde celebran la entrada del año unas horas antes que nosotros, con sus gentes enmascarilladas, moviéndose rápidamente de un lugar a otro, como insectos regresando a su hormiguero. Chistes fáciles y la eterna impresión de que Europa es el mundo y el resto los aledaños. ¿Para qué mascarillas?

Una tarde, observamos al presidente español Pedro Sánchez embozado, y la consejera autonómica Nekane Murga nos inquietó: «tendrá el coronavirus». Las mascarillas no sirven en absoluto, nos dijeron. Puro adorno facial. Pasaron las semanas, cayó una buena tromba que inundó Zaldibia y Ataun, y supimos que las mascarillas habían sido prescindibles por su desabastecimiento. Que detrás de aquella decisión científico-política no había otro argumento que su escasez.

De repente, aviones gigantescos florecieron en los teleberris, anegando las pistas de los aeropuertos de mascarillas. Tantas que Gasteiz decidió regalar algunas en las entradas de los medios de transporte porque, ahora, ahora sí, eran imprescindibles para salvar vidas. Al parecer, la delgada línea que separa la vida de la muerte, que reduce o aumenta la mortalidad, depende de nuestros depósitos almacenados. De las previsiones.

Hechos como este nos agudizan la desconfianza y nos abren la puerta a la necesidad de otra gran desescalada. Hemos estado dos meses encerrados por decreto, multados en una proporción descomunal si no seguíamos las pautas. Criminalizados y esposados, encajando golpes sin poder devolverlos. Infantilizados hasta la náusea, como si no tuviéramos capacidad racional. Con fórmulas radicalmente diferentes al norte, al este y al oeste del Bidasoa, reflejando una vez más la comedia (permítanme una expresión ligera en medio del drama) de nuestra separación administrativa. Debemos desescalar, también, el peso de la confianza. Tenemos que generar un proceso de «desconfiamiento» paralelo al del «desconfinamiento».

Los que venimos del pasado, que tenemos tantos amigos entre los que se fueron como entre los que resisten a la liga biológica, estuvimos y estamos saturados de esas versiones oficiales que hacen temblar a los cimientos de la verdad. No piensen que me refiero a la falsedad sobre la muerte de Elvis, o a la horizontalidad terrestre.

Me refiero a esas versiones en las que los muertos en las manifestaciones por disparos de bala lo fueron inexplicablemente, porque los del tricornio, vaya usted a saber con qué leyes físicas en la recámara, habían disparado al aire. O aquellos obreros de Gasteiz, asfixiados en una iglesia de Zaramaga, que al salir increparon y agredieron a unos policías que únicamente trataban de ayudar y no tuvieron más «remedio» que usar sus armas. Siempre reglamentarias para que no haya duda de la intencionalidad. Como si únicamente matasen las ilegales.

Esta tendencia de infantilizar a las masas, de mentir, frivolizar y ocultar bajo la alfombra los errores propios, saltó regímenes y se hizo tan transversal que a veces pienso si es el poder el que alimenta las ataduras, sin importar la ideología. Recuerdo, y por volver al tema sanitario, a uno de los predecesores de la Murga, Rafael Bengoa, hoy director de SI-Health, una empresa consultora en salud, que asesora a gobiernos.

A Bengoa, que es master en gestión por no sé qué universidad inglesa, le tocó el tema de los bebés robados, cuando era consejero de sanidad en el Gobierno de Patxi López, el hoy encargado de reconstruir España, social y económicamente. Un tipo, el López, que tocaba el saxofón en lehendakaritza para placer de los lectores de “Vanity Fair”, pero que desconocía hasta ayer si Arquímedes era un futbolista o un actor porno.

Agobiado por la presión, Bengoa decidió acabar con el tema de los bebes robados. Todos los expedientes dispersados en los juzgados vascos habían sido reunidos en un departamento y, maldita casualidad, esa misma noche ETA puso una bomba en ese lugar. Mala suerte, madres vascas. ETA tuvo la culpa. La buena intención del Gobierno se vio truncada por los desalmados de siempre. ¿Contamina la consejería de sanidad a sus titulares? ¿Hay algún malvado virus que tuerce sus intenciones?

Versiones inverosímiles como esta han apaleado a nuestro país. Durante el confinamiento, han ido en aumento. Hay una ética, a pesar de lo que nos intenten hacer creer desde el otro lado de la barricada, que es la que guía nuestra intervención política. Y esa ética pasa, como defendía vehementemente Gramsci, por la defensa de la verdad. Bienvenidos pues al «desconfiamiento».

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