Antonio Alvarez-Solís
Periodista

Dos enigmas: los mercados y la libertad

La huelga general y la visita del papa a Cuba sirven al autor para intentar descifrar los enigmas que se esconden tras los mercados, «¿qué son, que a tanto obligan?» y tras la libertad de la que ha hablado Benedicto XVI en el país caribeño, que persigue dentro de la Iglesia a quienes se enfrentan a los poderosos y atribuye la situación económica a una «profunda crisis espiritual» donde entramos todos como culpables.

En el curso breve de una semana dos enigmas -en tal arcano han acabado por su mal uso- han vuelto a reaparecer en todo su vigor: los mercados y la libertad. El primero ha cobrado relieve con la huelga general española; el segundo lo ha desempolvado con absoluta desenvoltura el papa Benedicto XVI.

Los dirigentes de la Comunidad Europea quieren someter a las ciudadanías europeas situándolas ante el grave futuro que les espera si desoyen a los mercados ¿Pero qué son los mercados, que a tanto obligan, y quiénes los componen? Dado lo que sucede, evidentemente los trabajadores no son los mercados, ya que no pueden disponerlos para su vida y provecho, sino el combustible con cuya quema funcionan esos mercados. Los mercados son, dado como hablan de su papel en ellos, los grandes organismos que despiertan todos los días preocupados por la banca, los especuladores que dominan la Bolsa o los centros en que se determina el valor del dinero, las poderosas agrupaciones oligopólicas, los cárteles financieros... Evidentemente el trabajador no tiene asiento en esos poderosos y lúgubres ámbitos.

Si acaso al Sistema le preocupan instrumentalmente unas capas de ciudadanos que han venido a sustituir a las mansas y antiguas clases medias, pero no porque esas capas signifiquen moralmente lo que las clases medias supusieron para al desarrollo del capitalismo liberal, sino porque esos residuos transfigurados del viejo liberalismo económico --como son la especie habitualmente arrogante de los ejecutivos, las bolsas de autónomos con frecuencia proletarizados o los trabajadores autoengrandecidos por el consumismo-- poseen unos medios económicos o un ritmo de gasto que conviene cuidar para sostener la marcha del tren neoliberal, que necesita un determinado consumo, y a la par mantienen abierto un diálogo de proximidad con los trabajadores reales a fin de imbuirles los grandes dogmas militares, económicos, culturales y eclesiales que descienden desde la zarza ardiente.

Esa falsa y mimetizada clase media, pues ya no alberga los valores morales de su predecesora, sino que tributa a una filosofía de diseño, actúa como una vacuna contra la insurgencia popular mediante el amasijo en donde se revuelve una ciudadanía catequizada hasta su propia autodestrucción. Los judíos poderosos, por ejemplo, que manejan la parte sustancial del mundo sin necesidad de encerrarse en el riesgo de Israel -esos que con vieja doctrina saducea saben que no existe otra vida más allá de Wall Street o la City londinense conocen como se hornea esa parte del pueblo para que entre cantando en el horno. Pero no sabemos leer en el libro de esos judíos.

Los mercados, repito, tienen limitado el derecho de admisión y funcionan como una catarata con juego de luces ante la cual las masas entretienen sus noches de verbena. Cierto que cuesta vivir fuera del mercado, de ese mercado, pero también es cierto que cuesta más dolor morir entre sus brazos.

Mas por qué hablamos de los mercados como si sólo existieran los mercados capitalistas? La gran corrupción moral del neocapitalismo ha empezado por viciar el concepto de mercado asociando este término a una única y dominante forma de transacciones. Hay muchas variedades de mercado y pueden crearse muchas más. Incluso el alcance geográfico del mercado puede influir profundamente en su calidad moral y en su control por parte del consumidor.

Hoy empieza a hablarse del mercado de proximidad, que puede suponer una auténtica revolución en cuanto hace innecesario un largo trayecto de comercialización y puede incorporar la distribución a los mismos agentes productivos. Es decir, se trata de un mercado en el que es posible reducir al máximo la intermediación. Hablamos, por tanto, de un mercado con un alto índice de socialización. Para implantarlo sólo es necesaria la decisión política por parte del pueblo de que se trate y de sus estructuras de gobierno.

El mercado de proximidad podría, además, robustecer la autonomía política de un pueblo frente a los mecanismos corrompidos de la globalización, que no es otra cosa que la cartelización de la economía. Hay que tener en cuenta, además, que el tan cacareado abaratamiento de los productos en el mercado globalizado es una pura ilusión puesto que se basa en un empobrecimiento vertiginoso de los productores primarios de esas mercancías, lo que, a través del ciclo económico, repercute tanto en la calidad de los productos como en el debilitamiento de los productores y del tejido social en su conjunto.

Una de las artimañas del Sistema ha consistido en desagregar las distintas fases de la economía cuando es explicada a la calle para forzar al consumidor al empleo de una óptica tan nefasta como equivocada acerca de sus verdaderos intereses. Ver una parte de la cuestión y carecer de la información sobre el conjunto conduce a ignorancias muy graves. Y dejo aparte la insidia con que la sustentación del mercado globalizado mediante el apoyo indecoroso de una financiación ponzoñosa produce oligopolios o monopolios siempre en tránsito de la baratura artificial a una carestía creciente cuando el mercado ha sido privado ya de una auténtica y sana competencia. En este sentido no constituye exageración alguna calificar de crimen contra la humanidad el modo de funcionar esa economía de los grandes números.

Si la democracia existiera como una realidad material de acuerdo con el concepto adecuado de la misma quizá una parte mayoritaria de la ciudadanía hubiera ya empezado a practicar una reflexión justa y eficaz sobre la vida a la que tiene derecho. Un enfoque correcto de lo que significan los mercados actuales y de su verdadera función tiene mucho que ver con la auténtica libertad en cuyo seno debe vivir el individuo. La solidez económica de los individuos constituye el suelo básico de la democracia como forma ideal de convivencia.

De la libertad, sumergiéndola aún más en la confusión, ha hablado reiteradamente Benedicto XVI en su viaje a Cuba. Brevemente, dos frases del pontífice en torno ante tan resbaladizo concepto.

La primera refrente a los que «se encierran en su verdad e intentan imponerla a los demás». Que eso lo diga, con el punto de mira orientado hacia La Habana, el jefe de la iglesia católica y líder muy significado del mundo occidental resulta cuanto menos sorprendente. Como anécdota: la iglesia española persigue en este momento a un reconocido teólogo gallego, Tomás Queiruga, que quiere devolvernos al Cristo hombre, que se enfrentó a los poderosos y fue perseguido por defender los derechos en igualdad de los pobres. De eso sólo habló Juan XXIII y trató de hacerlo el malogrado Juan Pablo I, de cuya muerte no ha vuelto a hablarse.

Segunda frase: el papa hace un llamamiento a los cubanos, que no al Gobierno de Cuba -podría decirse que se propicia un levantamiento-, para edificar «una sociedad abierta y renovada». Pregunto: ¿como la occidental o de los países pobres al servicio de Occidente?.

Tercera frase: el papa atribuye nuestra situación económica a «una profunda crisis espiritual y moral». Ahí entramos todos como culpables. Pero ¿qué Sistema político y social ha producido esa crisis? ¡Ah...! Conviene leer la tesis 92 de las que fijó Lutero en la glesia del palacio ducal de Wittemberg el 31 de octubre de 1517: «Que se vayan todos aquellos profetas que dicen al pueblo de Cristo «Paz, paz; y no hay paz»» Claro que Lutero también amaba a los príncipes armados, pero no era partidario de los profetas.

En fin, el papa Benedicto XVI da mucho que pensar ¿Qué opina de todo esto el Sr. Botín, que es el príncipe armado?

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