Iñaki Egaña
Historiador

El año de la pandemia

El colapso del vertedero de Zaldibar es el paradigma de las malas prácticas sistémicas, donde lo público arropa a lo privado desde detrás de las bambalinas

Se nos ha ido un año especialmente complicado, con la aparición de una enfermedad infecciosa causada por un coronavirus y convertida en pandemia que ha agravado la ya desequilibrada situación planetaria. El cambio climático apenas ha remitido con los confinamientos, las diferencias sociales se han agrandado, la especulación financiera campa a sus anchas y la crisis civilizatoria continúa su inapelable trayectoria. A pesar de los innegables avances, la sociedad vasca sigue colonizada colectivamente y forma parte de esa tendencia eurocentrista, patriarcal y consumista que identifica a Occidente. La descolonización de nuestras mentes tiene aún un buen trecho por recorrer.

La pandemia crujió nuestro espacio de confort y alentó el recuerdo de los apocalipsis medievales. “La peste” de Albert Camus nos trajo un fragmento de realidad que se repitió con una exactitud poco literaria: «Las plagas son una cosa común, pero es difícil creer en las plagas cuando las ve uno caer sobre su cabeza. Ha habido en el mundo tantas pestes como guerras y, sin embargo, pestes y guerras cogen a las gentes siempre desprevenidas».

La frivolidad inicial de algunas instituciones vascas y agentes políticos, con mención especial a Nekane Murga y Andoni Ortuzar, que llamó peyorativamente visionarios a quienes sugerían urgencia en las respuestas, fueron superadas por la improvisación y la espera a que los actores económicos se pusieran al frente de la gestión de la crisis. He tenido la impresión, demasiadas veces, que nuestros voceros hablaban de epidemiología o de cómo afrontar la crisis sanitaria y económica con la misma ligereza que el horóscopo nos señala nuestro destino.

El desarrollo ha sido lamentable: más de 4.000 muertos en Euskal Herria (3.700 oficiales y varios centenares sin contabilizar, pero con síntomas compatibles). De ese total la mitad en residencias de mayores, una auténtica sangría que ha recordado al darwinismo social, la eugenesia moderna. Algo se ha hecho rematadamente mal para convertir al país que Víctor Hugo llamó «tierra bendita», en uno de los territorios del planeta con mayor número de muertes, estadísticamente, por causa de la covid.

El mito del oasis vasco, destrozado por la pandemia, tuvo los flecos permanentes y ya habituales de la corrupción que había cerrado 2019 con la sentencia del caso de Miguel con penas de prisión para miembros de la antigua dirección del PNV de Araba, en la calle a la espera de la decisión del Supremo que se alargará a 2022. En febrero de este año, un antiguo senador del PNV y también jefe de la Hacienda de Gipuzkoa fue condenado a siete años de cárcel por delitos contra lo público. Su partido obstaculiza cualquier iniciativa para combatir con mayor eficacia la corrupción y el fraude fiscal. Sus votaciones en contra son legendarias, en Gasteiz y en Madrid.

El colapso del vertedero de Zaldibar es el paradigma de las malas prácticas sistémicas, donde lo público arropa a lo privado desde detrás de las bambalinas. Joaquín Beltrán sigue desaparecido casi un año después, mientras que el repunte en las muertes en el tajo sorprende en un año en el que parte de su trayectoria ha estado matizada por la actividad exclusivamente esencial. Ya sabemos que ha sido una farsa, porque tan esencial era la elongación del topo en Donostia, como la continuidad en la construcción de hoteles, como los últimos retoques a una incineradora, la de Zubieta, que se inauguró sin los permisos pertinentes. La economía, la de una elite por cierto no la del interés general, está por encima en prioridades como la sanidad, la sociabilidad, el reparto equitativo, la solidaridad… y la humanidad. La pandemia ha hecho más ricos a los ricos, más pobres a los pobres. Y ese 25% de pequeños negocios y locales que ha quebrado o quebrará, será abducido por gigantes que los adquirirán a precio de saldo y aumentarán su monopolio y con ello la expansión de otro virus, el del capitalismo especulativo, también letal.

La gestión de la pandemia ha rescatado la Ley Mordaza, criticada por quienes tienen asientos de poder en Iruñea, Gasteiz y Madrid, pero que sigue vivita y colendo, dando aire a esas fuerzas de seguridad que se arropan en sus letras represivas para justificar su arrogancia. Miles y miles de denuncias se han apretado una detrás de otra, tanto por incumplir las normas de sanidad impuestas para atajar el coronavirus, como para defender este injusto estado de cosas. La insolencia policial que se ha reflejado en la actuación de la Ertzaintza en el Casco Viejo de Donostia estos días nos ha devuelto a los años de plomo. Y luego se quejan de su escasa popularidad. Sigue vigente, al menos en mi entorno, aquella descripción que hizo Jack London en uno de sus relatos: «¿Qué quién soy? Pues soy Frisco Kid. ¿Y qué hago? Mire, creía que era un poli de paisano y a mí se me llevan los demonios cuando tropiezo con esa gente».

No quiero parecer un agorero. Entre los escombros hay brotes, como el de la última encuesta Naziometroa, el sentimiento de independencia mayoritario entre nosotros, con el añadido de «si mejora la situación económica». Recordar que el afecto, la adhesión y el sentimiento brotan como la vida, también en lugares inhóspitos. Aquel párrafo de esa historia que nos contó Gabriel García Márquez, el amor entre dos ancianos, fue antológica: «Un hombre que no fuera Florentino Ariza se hubiera preguntado qué podía depararles el porvenir a un anciano como él, cojo y con la espalda abrasada de peladuras de burro, y a una mujer que ya no ansiaba otra felicidad que la de la muerte. Pero él no. Él rescató una lucecita de esperanza entre los escombros del desastre, pues le pareció que la desgracia de Fermina Daza la magnificaba y la rabia la embellecía».

Y para aquellos a quienes la pandemia les descoloca, una conclusión, la de Jean Tarrou, protagonista en "La peste” de Camus: «¿Qué hacer para no perder el tiempo? Sentirlo en toda su lentitud». Tenemos que reinventar nuestras vidas.

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