Joseba Eceolaza

El antídoto de la memoria

Paradójicamente en Navarra fuimos exportadores de asesinos y cuneteros y, al mismo tiempo, hemos sido pioneros en el trabajo social, familiar e institucional de recuperación de la memoria de la gente republicana

El éxito electoral y la proyección mediática de la ultraderecha han hecho que tengamos que repensar la mejor forma de enfrentarnos a sus métodos y sus no-valores. Y volver la vista atrás puede ser también una buena forma de hacerlo.

En la memoria de lo que pasó en el 36, escarbando ahí, nos sentimos reconfortados porque en el balance de lo hecho hay más éxitos que sombras. Paradójicamente en Navarra fuimos exportadores de asesinos y cuneteros y, al mismo tiempo, hemos sido pioneros en el trabajo social, familiar e institucional de recuperación de la memoria de la gente republicana.

Los nuestros fueron unos muertos incómodos, sobre todo porque les taparon la boca con la tierra podrida de las cunetas. Y es que saber sabíamos que estaban allí abajo gritando ¡sacadme de aquí!, pero abrir la fosa, poner al aire la herida de la tierra caliente, tuvo y tiene sin duda un poder enorme. Porque ahí, en esos huesos, en ese recuerdo familiar, se condensa la brutalidad del fascismo y sus ideas.

Coser aquellas heridas morales que se quedaron pendientes en una transición que les olvidó, nos ha enseñado que las tareas que quedan pendientes tras la violencia son serias. Superar un hecho violento requiere de tiempo y trabajo, solo lo primero no cura nada. Ralf Rothmann, certero, dijo que «el silencio, el rechazo absoluto a hablar especialmente sobre los muertos, es un vacío que tarde o temprano la vida termina llenando por su cuenta con la verdad».

Así que, tan importante como el relato es la verdad, porque para mantener el silencio hicieron falta muchas mentiras. Y lo que hicimos fue contar hasta la saciedad las historias familiares. Personalizar y bajar a la calle esa mítica cifra de los 3.452 asesinados nos dio cercanía, y facilitó que la sociedad tuviera empatía hacia esa labor pendiente que les debíamos a aquellos familiares.

Contar y hablar además hizo que otra mucha gente se animara a romper esa terrible cadena de la autocensura y el silencio. Fue para tanto que hasta mi propia abuela nos despertó con la historia ocultada de su tío asesinado y su padre detenido.

El espacio público y familiar estaba saturado de silencios y desconocimiento. Fuera de los ámbitos familiares, por ejemplo, poco se conocía de la historia del exilio republicano navarro. Exilio y cuneta, olvido y tierra, la misma cara de una moneda negra que nos pringó, aunque hiciésemos como si no fuera la cosa con nosotros.

Así que una vez contado todo aquello, tenemos que continuar pensando como lo seguimos haciendo para que las ideas de la ultraderecha no calen jamás, nunca, en la gente joven que viene.

La memoria histórica supone un recordatorio de lo que nunca debiera suceder, por eso exige un aprendizaje continuo, una visibilidad permanente. No es que lo hagamos una vez y ya, es una tarea permanente. Exige tenerlo presente, porque de alguna manera ese recuerdo es un antídoto ante el fascismo.

Recordar no es solo un acto simbólico, es una de las herramientas de resistencia de la sociedad civil organizada para garantizar la no repetición de los crímenes. Hacer memoria entonces es también hacer democracia.

Así que frente a la ultraderecha y sus mentiras, la memoria se convierte en un antídoto central. Hoy vuelve a ser una obligación poner en valor la memoria democrática, compuesta por las miles de personas resistentes, el exilio e incluso compuesta por las familias que callaron para sobrevivir pero que mantuvieron, en un regazo y en la cocina, el recuerdo de los suyos.

En este camino, las asociaciones memorialistas jugamos un papel central. Porque somos el espejo de aquel drama, somos instrumentos de transmisión de valores y vivencias, y sobre todo porque con la memoria de aquella gente republicana anclamos la democracia a un suelo fuerte y estable.

No es fácil liberarse de la violencia, porque nos encadena a unas prácticas de las que la mayoría nos sentimos lejos. Por eso tenemos una necesidad moral evidente de superar el horror porque su existencia, su eco, nos recuerda que un día entre nosotros, en nuestras mismas calles, se asesinó.

Ese es para mí un legado inapelable; las asociaciones memorialistas no sólo hemos sacado de la sombra la memoria democrática de este país, hemos sido también portadores de unos valores universales que merecen la pena, tengámoslo en cuenta también hoy.

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