Antonio Alvarez Solís

El ave que se ve el trasero

Si mis escasos conocimientos sobre ornitología son ciertos creo que el cisne es el único pájaro que se ve el trasero. Pues bien, con este dato que creo válido procedo a iniciar este papel con la lógica habitual en el Sr. Rajoy: el Sr. Rajoy no es un cisne. Dice las cosas más inesperadas y contradictorias para sus intereses y esto muestra que carece de giro de 180º hacia su espalda.

En la clausura de la convención municipal del PP que se ha celebrado en Barcelona para levantar el ánimo de la Sra. Sánchez Camacho, el presidente del Gobierno de Madrid ha insistido en el gran fracaso del sondeo celebrado por el presidente catalán para averiguar el estado de opinión sobre una posible independencia de Catalunya. «Solo uno de cada tres catalanes se acercó a las urnas», clamó el líder español del Partido Popular. Es decir algo así como 2.300.000 ciudadanos. El Sr. Rajoy facilitó la magnífica cifra ante un auditorio que no llegaba a las dos mil personas, contando ministros, personalidades del Estado, periodistas y fans aportados por Madrid. O sea, el Sr. Rajoy no es un cisne. No ve nunca lo que acaba de dejar a su espalda. Es la única verdad que cabe hallar en su política, actualmente consumida en viajes poco menos que turísticos al exterior. Quizá la visión del auditorio le desmayó el alma porque su oratoria empezó a tropezar en bajíos inesperados. Por ejemplo, dijo que el Sr. Mas, «en lugar de trabajar se ha entregado a falsos mitos históricos».


Es la primera vez, en mi modesta vida de escritor, que oigo hablar de mitos falsos. Un mito no es ni falso, ni verdadero; ni admite prueba de certeza, ni es posible aplicarle la medida de la verosimilitud. Un mito puede relatar algo fabuloso, que a veces se convierte en realidad, como sucedió con Troya. Pero lo que sí reviste verdad es que el mito es tradición y expresa algo supratemporal y permanente. Refiere la ambición de aflorar el viejo fondo común que los individuos y los pueblos transportamos. Es lo arquetípico, lo que siempre está ahí.


Platón afirmaba que el mythos era algo más que una opinión necesaria, ya que sobre el mythos se apoyaba el logos, el pensamiento, el discurso. Lo presente. O sea que el mito no se refiere a lo cierto o a lo falso sino que es lo que un pueblo tiene siempre ante sí y mueve sus emociones o creencias esenciales. Los catalanes tienen sus mitos. Y los vascos. Y los gallegos. Y los andaluces. El mito es una cristalización de algo que se siente impregnando la realidad. El mito simplemente es. En plan de salvar los muebles de la Moncloa yo creo que el Sr. Rajoy confundió mito con leyenda, pero eso le ocurre a cualquiera que tenga muchas cosas en la cabeza. O que no tenga ninguna. Esto también cabe.


Desde que gobierna el registrador de la propiedad no hago más que manejar mis viejos libros para no entrar en confusión. En este sentido sí es verdad que ha mejorado la cultura, al menos la mía. Pero aun revolviendo volúmenes y consultando a especialistas que me honran con su amistad y sabiduría lo que no he podido averiguar es lo que pretendía comunicarnos el Sr. Rajoy cuando en su mentado discurso afirmó que la recuperación económica española es admirada en todo el mundo menos en España porque se observa con las «ojeras del antisectarismo». ¡Así, no, Sr. Rajoy! Esto es ya deslealtad con el lector.


Suponer que el antisectario tiene ojeras es una referencia que afecta a la intimidad del ojeroso. Quizá esto sea lo que llevó a la Sra. Sánchez-Camacho a afirmar que «hay cinco millones y medio de catalanes –los que no fueron a las urnas– que se sienten huérfanos y desamparados». Huérfanos y desamparados. ¡Esto es muy fuerte! Yo creo que dos millones y medio de ciudadanos, en una población de siete millones, revela una tendencia resolutiva. Además, los que no fueron a las urnas no hay que suponer que están en contra. Tampoco hizo alusión el Sr. Rajoy al hecho de que hacía poco que los catalanes habían salido masivamente a la calle con motivo de la Diada o fiesta nacional o habían ocupado la vía pública frente a la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto. Y eso también consume tiempo.


El Sr. Rajoy se ha convertido en Némesis, la diosa griega encargada de dar a cada uno lo suyo, que consiste en nuestro caso en regalarle la jugada siempre a España. Primero juega con los recuentos sin empacho alguno, como si toda la población de un país se resumiera en cifras parciales a las que atribuye un significado concluyente. Y luego de contar y recontar llega a una conclusión desarbolante de toda la aritmética manejada: «La unión española no está en juego». Pues para llegar a tal punto no veo que sea necesario forzar las cuatro reglas elementales. Repito que todo esto no le ocurriría si pudiese volver la cabeza hasta ver lo que tiene en el trasero. No; no es un cisne, ni blanco ni negro.


Este manejo de datos me recuerda una historia que me contaron con gran jolgorio un grupo de militares que habían participado en la inolvidable Revoluçao dos Cravos. En tiempos de la dictadura de Oliveira Salazar el comandante de un pequeño cañonero que hacia guardia permanente en el estuario hermosísimo de Lisboa no disparó las salvas de ordenanza para saludar a una división naval inglesa que llegaba al puerto de la capital. El comandante del diminuto “O Terror dos Mares” fue requerido inmediatamente para que explicase en el almirantazgo por qué había faltado el saludo a los británicos. Y el comandante del cañonero, cuadrado ante su jefe superior, dijo que no lo había hecho por catorce razones diferentes. «¡Pues enumérelas!», bramó el almirante. «La primera, porque no tenía pólvora», alegó el teniente. Le miró atónito el jefe del almirantazgo y, conteniéndose, le espetó una frase muy militar: «Pues las trece restantes se las puede usted meter en el culo». Como dicen los hábiles y cultos jesuitas, suaviter in modo, fortiter in re.


Yo no voy a resumir en frase tan ordinaria, ya que, aunque rojo, vengo de buena familia, lo que le diría al jefe del gobierno español, pero sería, en esencia, algo parecido ante su conclusión, después de tanto discurso, de que «la unión española no está en juego». Si hubiera empezado por ahí sobraban sus restantes y copiosas declaraciones sobre la cuestión catalana.
Lo que me parece un acto de cierta soberbia es que el Sr. Rajoy afirme, hinchando el pecho como Popeye –personaje que siempre me ha parecido muy significativo y digno de aprecio–, que no va «a dejar tirado a ningún español piense lo que piense». Supongo que se refiere a los catalanes, que él considera españoles extramuros. Pues bien, a mí los suyos y los socialistas de los medios de comunicación me dejaron tirado hace años, lo que aproveché para estudiar la cuestión vasca y la cosa me salió redonda. Hallé afecto, libertad y capacidad de debate. A veces hablo de estas cosas, tan íntimas como socialmente irrelevantes, para animar a muchos compañeros a que consideren que lo español no es tan imprescindible. Quizá me ayude a esta reflexión el tener raíces celtas en mis ancestros, lo que me hace rechazar caracteres imperialistas. Josep Pijoan, un puntual y cuidadoso escritor e historiador catalán, además de arquitecto –uno de esos admirables intelectuales catalanes con alma renacentista; un día hablaremos del inmenso Josep Pla– dijo que entre los pueblos de origen germánico los celtas eran los únicos incapaces de formar imperios. Laus Deo.


En fin, he dedicado al Sr. Rajoy otro artículo y no porque el personaje me apasione, sino porque la viña política española no parece dar, al menos desde la guerra del 36, otro tipo de uva, que ahora, por imperio de la tecnología, ni siquiera se pisa.

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