Guzmán Ruiz Garro
Analista económico

El botellón, colocón o revolución

Me quedo con el ejemplo de jóvenes como los de Fridays For Future que, sin apoyos ni bagajes, siguen luchando en plena pandemia contra el cambio climático.

Como previo a este enuncio, confesaré que el título tiene más que ver con captar la atención del lector que con el hecho de que exista sinalefa entre revolución y botellón. Aunque igual me equivoco de medio a medio porque, habida cuenta de que proliferan tuiteros y opinadores favorables a tesis botellón-insurgentes, quizás no he reparado en que a Nicolás II de Rusia la prohibición del vodka le destapó una oleada de protestas en 1914, ya que el aguardiente era ofrecido únicamente en los restaurantes más caros de Rusia a las clases más altas de la sociedad. Eso sí, también es cierto que, entre el año 1914 y 1917, fue el único período en el que el populus estaba lo suficientemente sobrio como para darse cuenta de los grandes problemas que tenía el país, de ahí que se fuese fraguando la revolución rusa. Y es que viviendo abstemios tampoco recordaron la proclama de otro de los zares, Vladimir el Grande. Este pregonó: «Beber es la alegría de los rusos. Sin ese placer no existimos».

Reparemos en otras teorías. Si alguien ha leído a Michel Craplet, "L’ivresse de la Révolution, Histoire secrète de l’alcool", sabrá que este «alcohólogo» detectó, en el asalto a la Bastilla, en la caída de la realeza, en la toma de las Tullerías, en los banquetes republicanos, la influencia oculta del alcohol. Luego aflojaba sus juicios y proclamaba: «No acusaré a los revolucionarios de ser alcohólicos, no disculparé ni justificaré sus acciones, sino que simplemente intentaré explicar el lugar del alcohol en múltiples ocasiones».

Por perspectivas que no quede. También es sabida la relación entre el ejército franquista y el kif (hachís) que era consumido masivamente por los soldados marroquíes alistados en los Regulares para que perpetrasen todo tipo de excesos.

Llegados a este punto, podríamos convenir que entre alcohol, con o sin otras adicciones, y revolución, sí que hemos establecido correlaciones. Ahora bien, de esto a que consten entre el botellón y la revolución o cualquier atisbo reivindicativo antisistema, lo veremos.

Según aducen los participantes, lo surgido en los espacios públicos urbanos y que va acompañado de una elevada ingesta de bebidas alcohólicas u otras sustancias psicoactivas, les supone ventajas tales como: prestigio, liderazgo, placer, oportunidades, sentirse integrado y aceptado por el grupo, alejarse de las rutinas y desmarcarse de tutelas. Esta concepción igual tiene algo que ver con que, durante décadas, muchos progenitores y bastantes cargos públicos abogaron por asimilar botellones con «espacios de socialización, de ocio o cultura juvenil».

Hay quien dice que «la muchachada que conforma la generación covid» son escépticos que han abandonado la esperanza de cambiar el mundo y cualquier conato de revolución y que dan por bueno un universo Mad Max donde el más fuerte sobrevive y el más débil perece sin remedio. Pareciese que las nuevas generaciones no solamente son asintomáticas en lo vírico, también son asintomáticas en lo emocional, en lo social y en lo político. Lo cierto es que una parte muy importante de la juventud exterioriza comportamientos aprendidos de un modelo educativo de anilina neoliberal.

Que se acepte con indolencia que valores como la amistad o la solidaridad no estén de moda, y que muchos jóvenes den prioridad a los beneficios relacionados con el hedonismo, el individualismo o con vivir al día, apurar el presente, despreocuparse por el futuro, y el goce inmediato es más que preocupante. Las noticias de macrobotellones, en todo el territorio del Estado, con presencia masiva de la vanguardia intelectual, de los estudiantes universitarios, demuestra que están muchísimo más cerca del colocón que de la revolución. Alguien dijo: «En las facultades, ya no huele a libros, ventea a porro». No es pues solamente cosa de adolescentes liberándose de tutelas o de ritos de paso hacia la edad adulta. Guste o no guste, lo observado, es parte de una realidad propiciada.

El tacticismo político no es el mejor aliño para este desaguisado. Marcar límites a esta parte de la juventud que paga sus frustraciones dando patadas a las papeleras no parece cosa de la clase política. A veces, hay que ejercer una presión social de condena, denunciar lo que es socialmente reprobable. Mear o vomitar en los portales, mantener en vela a los que trabajan a turnos, llenar de basura calles y plazas, tirar piedras a los munipas de tu pueblo por no consentir el desfase, largarse sin pagar de los bares y un largo etcétera, no creo que se corresponda con modelos transformadores progresistas. Botellón, gritos de «libertad» y «¡alcohol, alcohol!», se presta a confundir el culo con las témporas. Ya solamente nos falta el de «‘ayusers’ aquí» para que el grado de estupidez sea supino.

Que pregunten a los mayores que se manifiestan semanalmente por unas pensiones dignas cómo curaban la rabia que provocaba no poder formarse o tener que trabajar de sol a sol para supervivir.

Me quedo con el ejemplo de jóvenes como los de Fridays For Future que, sin apoyos ni bagajes, siguen luchando en plena pandemia contra el cambio climático.

Mientras el coronavirus acelera la llegada de la cuarta revolución industrial, cuando la covid-19 ocasiona un grave retroceso en los derechos y conquistas sociales, que sepan los botelloneros que la consigna «si no nos vais a dejar soñar, no os vamos a dejar dormir», no se refiere a ir tocando los timbres de las casas a las cinco de la mañana.

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