Jonathan Martínez
Investigador en Comunicación

El cielo sobre Vasconia

No sé si alguien recuerda a los dos ángeles de Wim Wenders que aterrizaron sobre Berlín durante los últimos espasmos de la Guerra Fría. La película comienza con el primer plano de un ojo abierto y con una toma cenital, que en el argot cinematográfico corresponde a la mirada de Dios, pero que recuerda también al dedo que se desliza sobre los mapas. Es el retrato en sepia de una ciudad quebrada por un muro de hormigón y atravesada por paisajes industriales y avenidas de tráfico inquieto. En "El cielo sobre Berlín", los ángeles nos observan sin juzgarnos, nos escrutan con una piadosa imparcialidad y a veces hasta se inmiscuyen en nuestros pensamientos para prestarnos su consuelo.

Así imagino yo la mirada de los viajeros antiguos, mujeres y hombres que exploraron todas las geografías cuando aún quedaba geografías por explorar, aventureros que tomaban apuntes con pulcritud de notarios y remitían cartas apresuradas desde hoteles que ya no existen. Pienso en la periodista Nellie Bly, que a finales del siglo XIX dio la vuelta al mundo en 72 días para deshonra de Phileas Fogg y asombro de Julio Verne. Desde la ribera del Nilo, Gustave Flaubert le cuenta a su madre que las mujeres nubias recogen con sus manos las cagarrutas de las cabras para abonar los campos. «He bajado de las nubes», escribe Alexandra David-Néel después de una extenuante caminata por el Himalaya.

En ocasiones, sin embargo, somos nosotros el objeto de la mirada ajena, son otros los ojos que nos contemplan entre muecas de fascinación y desconcierto. Todo lo que nos parece banal e intrascendente, al visitante le resulta irregular, deslumbrante o inhóspito. La costumbre nos adormece y hace falta separar los párpados para despertar a la sorpresa de lo cotidiano, para recobrar la conciencia y admirar nuestra propia vida con la candidez de unos ojos que no sean los nuestros. Por fortuna, hubo almas intrépidas que viajaron a nuestro país y nos miraron como se miraría a una civilización alienígena, con una mezcla de precaución reverencial y detallismo científico.

En 1897, en los márgenes del Abra de Bilbao, Max Weber describe en una misiva dirigida a su madre «el contraste inaudito entre la eficacia de los campesinos de estas hermosas provincias y la bajeza de la Administración española». Por entonces, el profesor ya había alcanzando algunas glorias académicas pero estaba lejos aún de entregar a la imprenta sus obras más reconocidas, aquellas que iban a instalarlo en el panteón de los estudios sociológicos junto a Karl Marx o Émile Durkheim. Dice Weber que en las tierras vascas, al contrario que en la España interior, los usos sociales son de naturaleza horizontal y todo hijo de vecino es atendido sin distinción de clase en las posadas.

No obstante, la Iglesia ha impuesto con tal tenacidad sus ortodoxias que el baile agarrado se ha vuelto un pecado insólito y en las costas rurales todos cubren sus carnes con unos pavorosos trajes de baño negros. Menos mal que en Las Arenas soplan vientos internacionales y los vecinos se refrescan en el puerto con una indumentaria que pasaría desapercibida en Alemania. La aristocracia clerical, dice Weber, parece estar en manos de los jesuitas. Los sacerdotes rasos, en cambio, se codean con los agricultores, escupen en el suelo y fuman con disimulo en los funerales.

En los municipios más modestos, los médicos venden sus servicios en plena calle como si fueran fenómenos de feria y los músicos entretienen los atardeceres entre danzas y kalejiras. Los domingos, a la hora de la verbena, las muchachas se refugian en los pórticos de la iglesia o del ayuntamiento a la espera de que algún pretendiente les ofrezca un garbeo. Todo ello, ni que decir tiene, con la intercesión y el permiso de la madre. Weber sostiene que los soportales vascos son un mercado matrimonial. Si la boda prospera, el marido pasará las horas muertas en la jarana del café mientras que la esposa tendrá solo dispensa para acudir a la parroquia y al paseo vespertino.

No hay pueblo sin frontón ni frontón sin apuestas, igual que no hay pescadores sin lonja ni lonja sin subasta. También las elecciones tienen algo de juego de azar o baratillo y el sufragio universal se resuelve con la compraventa de votos. Veinticinco cochinas pesetas cuesta la papeleta del diputado a Cortes. En vez de pagar impuestos –gracias a la magia de la foralidad–, el capitalista paga el precio que cuesta sobornar a los políticos. Una vez abonada la factura, una junta de notables se congrega junto al roble de Gernika, cuyo antepasado original ocupa una venerable vitrina. Hay además un incipiente movimiento separatista. «Carece de futuro», pronostica Weber.

Ante sus ojos florece el «capitalismo más moderno», esa industria minera que despunta en la periferia de Ortuella gracias a un consorcio apadrinado por las familias Ybarra y Krupp. Las vagonetas circulan cargadas de mineral en un funicular donde el sudor de los obreros se transforma en un flujo desaforado de dividendos. Hay hileras de peones polvorientos que malviven entre brotes de viruela negra en poblados edificados por las compañías extractoras. Muchos de ellos son gallegos. Los barrenadores, casi siempre vascos, perciben salarios más aceptables.

Ahora puedo imaginar a Max Weber, lo veo deambular por la desembocadura del Nervión con su barba puntiaguda y la raya a un lado, posando su mirada como los ángeles de Wim Wenders sobre todo aquello que creo conocer de memoria pero que siempre termina por maravillarme. Viajar nos ayuda a educar el sentido de la vista. Al escapar de nuestras costumbres, abrimos los ojos a la luz con esa mirada que tienen los niños cuando ven algo por primera vez y empiezan a intuir lo que esconde de novedad y de belleza. Aprender a mirar a los demás es la forma más honesta de aprender a mirarnos a nosotros mismos.

Recherche