Antonio Alvarez Solís

El hombre que sumaba de abajo a arriba

El autor reflexiona sobre la reciente consulta por la independencia de Catalunya y, haciendo una comparación entre las actitudes adoptadas por los Gobiernos de Madrid y Londres en similares situaciones, critica la falta de democracia del Ejecutivo de Rajoy por elegir la vía de la opresión. Ante ello, sostiene que los métodos represivos no hacen más que acrecentar el anhelo de independencia de los pueblos catalán y vasco.

El Sr. Rajoy ha calificado la votación en la consulta sobre la libertad catalana como «un fracaso absoluto» de los partidarios de la independencia de su patria. «Según sus propias cuentas –ha dicho el presidente español– dos de cada tres catalanes no les han hecho caso», lo que para el Sr. Rajoy significa, al parecer, que los que no han acudido a las improvisadas urnas tienen un alma unionista. Es decir, dos millones y medio de votantes no son cifra suficiente para subrayar el deseo existente de independencia. Recuerdo que hace dos o tres años hubo un sondeo sobre el catalanismo independentista que fijaba su porcentualidad en el 12 y pico por ciento de la población del Principado. Ahora esta voluntad de independencia, manifestada en papeletas, está por encima del 37%. El crecimiento es vertiginoso. Primer punto a considerar frente a las torpes palabras del jefe del gobierno español. El segundo punto a tener en cuenta es que el Sr. Rajoy no ha mencionado ni de refilón que la votación antiindependentista fue absolutamente irrelevante, pese a que los unionistas tenían una ocasión de oro para apoyar a Madrid.


El Sr. Rajoy posee una extraña forma de sumar. Lo hace al revés de lo normal. Suma de abajo a arriba, como si lo hiciese desde la calle al poder, que a continuación lo depura todo para concluir lo que deseaba desde el principio. Este proceder sorprende mucho a quienes no están acostumbrados a este modo aritmético. Luego, tras sumar así, procede a restar también a su modo, lo que ya deslumbra a los lerdos. Por ejemplo, cuando en Madrid salió a la calle un millón de ciudadanos para protestar por los indignantes recortes sociales impuestos por su gabinete de sabios, también frivolizó la cifra diciendo que la suma de un millón quedaba disuelta ante la cifra total de la población española, que era de cuarenta y seis millones de ciudadanos. Alegó que la inmensidad de españoles que no se habían manifestado era, por tanto, gente afecta a las nuevas restricciones. Este afán de sumar a su modo y de quedarse con el resto en las sustracciones hace que el Gobierno actual de España resulte literalmente imbatible.


No acierto a adivinar qué empuja al Sr. Rajoy a pronunciarse con esta clase de simplezas numéricas, sin entrar en la verdadera cuestión, que consiste en constatar un enérgico resurgir del independentismo, que lógicamente es aspiración vieja, ya que este tipo de radicales pronunciamientos no cuajan en dos o tres años. El independentismo catalán insinuó su faz moderna en la Lliga Regionalista, que dio paso a la Lliga Catalana corriendo ya el primer tercio del pasado siglo. En ese proceso se fue cociendo un fondo de cierto soberanismo cuyo brote quedó oscurecido por la fortaleza de una brillante y poderosa burguesía que aprovechó eficazmente los conflictos bélicos que, nacidos en Europa, afectaron prácticamente a todo el mundo. Esa burguesía adormeció en lo posible las ambiciones independentistas para consolidar sus avances económicos. Cambó fue uno de los hombres que debilitó los iniciales movimientos hacia el independentismo con su doctrina de catalanizar a España, de cuyo gobierno formó parte con éxitos materiales incontestables. La aparición de Esquerra Republicana robusteció por último, tal como ocurre ahora, el paso franco hacia una política de independencia para Catalunya. Sobre todo este proceso proyecta una luz muy clarificadora la tesis doctoral, muy documentada y a mi parecer sólida, de Isidre Molas sobre la Lliga Catalana.


Pero España no se catalanizó y perdió ahí una ocasión ya irrepetible de ir forjando una cierta unidad que se pareciese de alguna forma a una unión nacional como las logradas por Alemania o Italia. Quizá el Sr. Rajoy, hurtándose a la postura violenta del Sr. Aznar, crea que es posible un nuevo sueño camboniano, pero con su postura de negarse a cualquier clase de libertad, llamémosla confederal, ha cerrado también el paso a un entendimiento pacífico. En ese galimatías de asumir una reforma de la Constitución excluyendo de ella toda consulta o referéndum sobre la autodeterminación catalana, o vasca, ha ahogado cualquier posibilidad de acuerdo ¿Para qué reformar la Constitución, piensan la mayoría de los independentistas, si en esa reforma solamente cabrían medidas de carácter fundamentalmente administrativo? Al fin y al cabo no es alentador lo que ha sucedido con las autonomías catalana o vasca. El Sr. Rajoy, cabeza débil de un españolismo oxidado por arcaico, no sabe evidentemente que la acción política poderosa ha de dirigirse con claridad y responsabilidad desde la locomotora del tren y no desde el último vagón, donde se rebozan en la confusión todos los acuerdos.


En cualquier país políticamente culto se reflexiona sobre el fenómeno escocés con la seguridad de que la separación de soberanías entre dos pueblos no hará más que progresar tras los referéndums que vayan realizándose si arrojan esas consultas datos de relieve. Ninguna de las cuatro reglas aritméticas, cuando revelan resultados de tanto bulto, pueden apagar la luz potente del nacionalismo, en el que confluyen emociones de identidad y proyectos de futuro que tienen un profundo poder de agregación. El «no» español, que solo contiene la realidad de una opresión continuada, solamente sirve para suscitar una decidida voluntad de irse del mapa español por parte de catalanes y vascos. Hablar a estos dos pueblos de secesión, de ilegalidad, como principios que legitimen la acción represora, equivale a enturbiar más irritantemente el concepto de ley y de democracia. Inglaterra recurrió a emociones comunes, incluso a familiares súplicas, a promesas de una mejor vida en común para ganar una baza de tiempo; nada más que una simple baza de tiempo. Ningún concepto globalizador, y el unionismo aún imperante lo sabe, puede ofrecerse como carnaza a pinchar en el anzuelo político. La globalización ha mostrado demasiado pronto sus garras, sus objetivos más deshumanizados, para constituir ya una propuesta de vida en común a los pueblos que han descendido a los infiernos. La frase está ahora más viva que cuando la alumbró Dante: «Lasciate ogne speranza, voi ch´intrate».


Yo no sé si el Sr.Rajoy habla en la seguridad de que le escucha un pueblo de muy poco gálibo intelectual o pasa la pelota a los que dominan fructuosamente la Comunidad Europea, pero sea cual sea su objetivo, se equivoca. En el primer caso porque los españoles contemplan la globalización desde un ventanuco de escasez y dolor. Ya pasó aquella espléndida y dorada procesión de la unidad europea. En el segundo caso porque la misma Comunidad Europea escucha con mucha confusión cómo crujen las cuadernas de su barco. A los españoles solamente les mueve en la protesta ante el nacionalismo vasco o catalán su vieja tradición imperialista, que ahora se consumiría del todo en caso de que Euskadi y Catalunya lograrán su independencia. Y a los europeos únicamente les moviliza en uno u otro sentido la voluntad de salvar los muebles. El Sr. Rajoy está solo, rigurosamente solo, en su intento de salir de este atolladero, ya que ninguna otra cosa le mueve verdaderamente. Suele callar porque no tiene salida y suele hablar porque no tiene otro remedio. En ninguno de los dos casos cabe decir que estamos realmente ante una actuación política.

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