Antonio Alvarez-Solis
Periodista

El juramento

Después de asistir a una ceremonia en la que un centenar de jóvenes  prometían que morirían por España «si preciso fuera», el autor, que defiende que ese juramento solo sería válido a cambio de la promesa de poder tener una vida noble y justa, se pregunta si se referían a la España de los poderes económicos, o la de Franco al que la palabra cultura le impulsaba a desenfundar la pistola, o la solidaria con los desposeídos, que desea corregir las injusticias. Y es que, asegura, «hay muchas Españas y resulta confuso solicitar la muerte por una sola de ellas».

El sábado 1 de junio algo más de cien jóvenes acudieron en Madrid a jurar la bandera de España en una solemne ceremonia simbólica. Leyó la fórmula del juramento un ministro de la Iglesia que, entre otras cosas, hizo prometer a los héroes en cierne que morirían por España si preciso fuera. Según pude controlar estos muchachos salieron del lugar con un entusiasmo radical tras su compromiso con la bandera, con España y con el rey. Estaban dispuestos a todo, incluso a morir, como ya he indicado, entendiendo por morir no solo la muerte propia sino, según supongo por lógica, la que deberían dar a otros ciudadanos en el curso de esa defensa.

No voy a negarlo, me afectó profundamente esta absurda ceremonia. Entre otras cosas, porque refleja la vigencia de un mundo del que España no acierta a salir, impidiéndole la construcción de una estructura intelectual que facilite la seria consideración de los problemas.

Jurar algo es muy peligroso y suele deformar la vida profundamente. El juramento ata psicológicamente más de lo que suponemos. No es fácil escapar a lo que se ha jurado aunque se haya comprobado a posteriori que dicho compromiso es nocivo para la vida y para la relación social. Renunciar a un juramento deja casi siempre un poso profundo de traición y eso perjudica muchos comportamientos que, sin previas ataduras por medio, consideramos normales. Los juramentos marcan a fuego y renunciarlos apareja en muchas circunstancias un desorden mental muy acusado en los individuos que han cedido en su momento a la invitación, siempre sospechosa por lo que contiene de imposición, que supone el juramento. Por ejemplo, esta comprobación la hace, en un largo y magnífico estudio, Drewermann en su obra “Clérigos”. El juramento arruina en la mayoría de los casos la edificación de la personalidad ya que, como afirma Drewermann, «no se puede prescindir del carácter estructuralmente irracional de las formas autoritarias de dominio». Y el juramento constituye una de las formas más insidiosas de este tipo de dominio. Esta subordinación a juramentos que implican el celibato o la represión del amor humano es lo que desvía a algunos eclesiásticos hacia prácticas condenables.

He llegado a la conclusión de que el juramento, como vía de sumisión irracional, rebaja el uso de algo tan noble como es la simple lealtad, emoción y propósito que puede renovarse conscientemente en quien desea mantener una coherencia más acertada con una finalidad concreta. Ser leal no impide una sana crítica respecto a las propias creencias, que se superan si creemos que resultan inadecuadas para proseguir otro camino que nos parece más justo y razonable. Una lealtad, si es honesta y por tanto sólida, no entorpece los caminos nuevos que aparezcan en nuestras honradas cavilaciones. Una verdadera lealtad nunca estorba a otra lealtad si el cambio se hace con dos condiciones esenciales: una digna explicación en el ámbito social al que pertenecemos y una renuncia a ganancias o mejoras materiales siempre sospechosas y, por tanto, descalificadoras del nuevo camino emprendido.

El juramento que hicieron los muchachos a los que me refería al principio de estas notas es un compromiso en que una serie de símbolos aviesamente empleados y, además, apoyados por una presencia teóricamente sagrada, aunque me parece más bien de rasgos diabólicos, les conducen a un camino de difícil retroceso llegado el caso. Y eso, en su momento, puede engendrar una serie de agudas violencias, incluidas las sangrientas. No se puede, si se practica una inteligencia medianamente ordenada, jurar la defensa de nada –y menos algo tan ritual e incitante como una nación, en este caso España– hasta la muerte. La vida es sagrada y la muerte solamente constituye un motor ético cuando se trata de defender bienes justos e imprescindibles para seres oprimidos por la violencia, seres hambrientos o pueblos aplastados por gobernaciones destructivas de la libertad y la dignidad. Es decir, la muerte resulta un sacrificio únicamente válido si se trata de lograr con ella una vida noble y justa. ¿Y están seguros esos muchachos de que se les invitaba a morir para lograr un horizonte de tal carácter? Morir por España, tal como se postula vagorosamente en todas estas ceremonias, equivale además a jugar con una abstracción mixtificadora, ya que no se define por qué España se invitaba a morir: ¿por la España en que creía el sacerdote que presidía la ceremonia o por la España que desean los destrozados por los poderes económicos? ¿Por una España racional e intelectualmente desarrollada o por la España del general de Franco que manifestaba que cada vez que escuchaba la palabra «cultura» sentía un poderoso deseo de desenfundar la pistola? ¿Por la España solidaria con los desposeídos o por la España de las tristes glorias seculares, militares y religiosas que, con su raíz hincada en un larga y pobre historia, vivimos en el presente? ¿Por la España que desea corregir las injusticias o por la España falaz que nos maltrata ahora? Hay muchas Españas y, por tanto, resulta confuso solicitar la muerte por una sola de ellas.

Poco después de acontecer la ceremonia del juramento en que se invitó a la juventud a morir por una España negadora de todas las libertades y protecciones básicas del bienestar, la Sra. Cospedal volvía a abrir la boca para describir una situación española irreconocible por el hombre de la calle. Dijo cosas magníficas en una reunión sevillana. Dedicó su discurso, vestido de esa arrogancia que seduce a una serie de españoles, a su líder el Sr. Rajoy, como suele. De sus aciertos habló como Casandra, a la que Apolo dio el don de la profecía, pero no el de la persuasión. «Hoy tenemos a un presidente del Gobierno que va por Europa y todo el mundo le escucha». Sí, eso ha dicho. Y ha añadido respecto a ese presidente: «Ha salvado al país de la crisis de deuda y financiera; a un país que estaba al borde del crac». ¡Lo ha dicho también! Lo juro. Como también ha afirmado: «Hay que hacer ajustes, que todos sabíamos que había que hacer». ¿Quiénes son «todos?». Si son «todos», ¿quién redactó el contradictorio programa electoral? ¡Casandra, Casandra…!

¿Y es a esa España a la que hay que ofrecer las vidas jóvenes mediante un juramento a cura suelto y bandera al viento?

Es malo jurar. Más aún, es perverso porque destruye el pensamiento y ata a la roca inmóvil. Peor todavía: jurar es primitivo, insolvente. Es comprometer a Dios en muchas cosas que Cristo rechazó cuando andaba por Galilea sin armas y sin dinero, esto es, sin ejército ni banqueros. Porque se jura por Dios, si no, ¿por quién se puede jurar que tenga la suficiente solidez comprometedora?
Quizá no se dieron cuenta esos muchachos embarcados en una nave fantasma, pero cuando juraban daban un portazo a todas las esperanzas de un pueblo que debiera salir a flote. Juraron incluso morir por la España de la Sra. Cospedal, esto es, juraron por la perpetuidad del Sr. Rajoy, que ha proclamado bíblicamente que ha vencido «la histeria» del «Apocalipsis». En resumen, ese es el cauce por donde discurren las aguas opacas del destino de los españoles. Después vendrá otro Sr. Rajoy y otra Sra. Cospedal. Y otro cura. Hasta que el pueblo maltratado diga «no». Entonces se perseguirá a esos españoles y se les condenará por escrachistas del orden. Pero triunfarán. Ahí es donde los libertadores sufrirán la tentación irresistible de decir solemnemente, como Fernando VII, «marchemos todos juntos, y yo el primero, por la senda de la Constitución».

Esta es la cuestión: ¿es razonable morir por España?

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