Kepa Tamames
Escritor

El laberinto

Leído el título, pensará alguien que me dispongo a abordar la situación política española, y yerra en el diagnóstico. Porque entiende uno que ante lo crucial no debe desdeñarse lo importante, y considero que el tema que esta vez traigo a colación lo es, aunque acontezca en lo que siempre fue una ciudad provinciana, y que hoy se erige en capital autonómica, menudo cambio.

Me refiero en lo geográfico a mi pueblo, mi nido emocional, mi verdadera patria. Y aludo en lo temático a un laberinto vegetal que el Ayuntamiento ha decidido levantar a la entrada de una gran área verde muy querida por la población local, espacio que se verá así convertido en una suerte de «parque temático» entre cutre y deprimente, para mi particular gusto. Diré que por estos lares sacamos pecho con nuestro trofeo de European Green Capital, con nuestro anillo verde, con nuestra red de agradables zonas de asueto para el cuarto de millón de convecinos que ahora somos. Y orgullo merecen todas y cada una de tales realidades, ya lo creo, envidia como damos a no pocos sitios de similar entidad.

Pues bien, se ha generado en la ciudad una corriente contraria a la construcción del laberinto vegetal, en parte por la absoluta ―y poco democrática― unilateralidad consistorial, ellos se lo guisan y ellos se lo comen una vez que tienen los votos en la faltriquera, lo de siempre. En parte también porque el laberinto desvirtúa la zona, atractiva de por sí, sin necesidad de pegotes tan artificiales como caprichosos. Porque me da que esto es un antojo de nuestros mandatarios locales: a alguien se le encendió la bombillita durante el café de la mañana, y los compis le hicieron la ola, la comisión correspondiente lo aprobó, y el Pleno lo refrenda. ¡Hale hop, habemus laberinto vegetal en ciernes! Total, por medio millón de pavos, quién rechaza una atracción turística que nos pondrá por fin en el mapa internacional. Y en parte porque se cargan de un plumazo un significativo sector de la única campa donde pueden pasear sueltos en el barrio los perretes gasteiztarras. Puedo asegurarles que sentarse en un banco cercano y observar el trajín canino eleva el espíritu del más deprimido.

Los opositores han llevado ya un buen número de actos reivindicativos, y solicitan al Ayuntamiento que se construya el laberinto vegetal en otra parte de la ciudad, donde quienes lo deseen puedan disfrutar de algo que a muchos sin duda entusiasmará, pero que a otros nos deja entre fríos y gélidos. Como gélido acabó el señor Torrance al perderse dentro una noche de furiosa nevada en las montañas de Colorado. Me comentaba recientemente una activista antilaberinto que a cuenta de la polémica le viene con frecuencia a la cabeza el peliculón de Kubrick, y que hasta le generan bastante miedo tales construcciones.

Pero no nos pongamos dramáticos. Nuestro laberinto estará perimetrado y se cerrará a diario, y es de esperar que nadie quede allí dentro, atrapado hasta la congelación en ciertas noches de invierno, cuando también por aquí nos visitan nevadas de ciertas proporciones, aunque sin llegar al extremo del entorno del Hotel Overlook.

Anuncia la concejala delegada que informará sobre el particular a la ciudadanía que quiera escucharla en el foro popular que a tal efecto echó a andar hace ya un par de lustros. Tiene dicho foro carácter «informativo, propositivo y deliberativo», según el protocolo que regula su funcionamiento. Mas la concejala extirpa cual hábil cirujana dos de sus pilares, y se queda con el primero, porque ella lo vale. ¡Con un par! E incido aquí –de nuevo– en la dichosa «democracia» que no se quita de la boca todo aquel que quiera medrar en política, pues la etiqueta sigue dando sus frutos entre narcotizados e ingenuos, esos que siguen la linde cuando se acaba. Porque a ver si nos enteramos de una vez que la democracia es lo que anuncia su etimología (disciplina filológica infravalorada donde las haya): el poder del pueblo; su posibilidad de participar en las decisiones sobre asuntos comunes, en definitiva. Y no digo yo que haya que consultar al censo el color de las baldosas o el modelo de las luminarias. Pero sí habilitar procedimientos participativos en temas de interés general, entendiendo por tales los que generan una oposición de cierto calado, o los que tienen enjundia propia. Deberían acostumbrarse ellos a apoyarse en la opinión popular cuando surgen según qué cuestiones públicas, como deberíamos acostumbrarnos nosotros a participar con alegría y sobre todo con responsabilidad cívico‑política en tales convocatorias. Subrayo esto último, pues si resulta que nos convocan y una inmensa mayoría se desentiende, razones tendrán quizá aquellos para no repetir la experiencia. Que protestar es lícito, y todo el derecho tenemos a ello, solo faltaba. Pero luego hay que estar a la altura de las circunstancias, y no tengo nada claro que la ciudadanía responda con el ardor que merece la democracia llegado el momento. En fin...

Bueno, pues esto es lo que hoy les ofrezco en forma de artículo, tema menor en la vorágine actual que amenaza con arrastrarnos al abismo como sociedad, pero que tiene su importancia si lo apreciamos en la escala apropiada. Quieren construir un laberinto vegetal en un lugar por completo inadecuado –como si no hubiera espacios en la ciudad para instalar el mamotreto–, y hay una masa crítica que lo único que desea es que nos dejen a humanos y perros las campas como están, pues ya lucen así atractivas.

Mencioné lo gélido líneas atrás, y termino con un contrapeso por cuanto a temperatura, dado que en la cuestión que nos ocupa y preocupa, digámoslo de forma gráfica, «la cosa está que arde».

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