El movimiento social centroamericano ante la oleada represiva y la violencia estatal
El movimiento popular centroamericano vive un momento complejo que puede abrir nuevas oportunidades. Pese a las grandes diferencias existentes entre los diferentes países, hay algunas características que sí pueden dibujar sus rasgos básicos.
Las noticias que llegan de diferentes partes del mundo nos permiten observar cómo asistimos a la rearticulación del proyecto totalizante neoliberal, una vez que el paraíso previsto por Fukuyama (fin de las alternativas y las resistencias a la hegemonía de la democracia liberal y la economía de mercado) ha mostrado sus carencias para asegurar una tasa de reproducción del capital funcional a la voracidad de las élites transnacionalizadas.
En este nuevo escenario, América Latina en su conjunto vuelve a escena tras el fin del ciclo progresista y el rearme y atrincheramiento de la derecha más extrema en las instituciones estatales. Asistimos, como en un deja vu de la década de los 90 del siglo pasado, a la agudización de la represión y la violencia estatal para imponer programas económicos que atentan contra las condiciones de vida de las clases populares. Este regreso al primer plano de la agenda pública, espoleado por las conocidas crisis de Ecuador, Chile o Colombia, se presenta de manera incompleta por el apagón mediático que sufre Centroamérica.
La realidad centroamericana ha venido determinada por la concentración de poder en las clases propietarias de la tierra y el modelo agroexportador impuesto desde comienzos del siglo XX, que demanda una violencia de carácter estructural para asegurar las condiciones materiales necesarias para su sostenimiento (bajos salarios, prohibición de la sindicalización, largas jornadas de trabajo, depredación del medio ambiente, etc.). El fracaso de la democracia liberal en los países del istmo, el monólogo de las élites dirigentes consigo mismas que enunció Brignoli en su "Breve historia de Centroamérica", tuvo como consecuencia la no institucionalización del conflicto social y, por tanto, que cualquier protesta haya sido interpretada por las élites dirigentes como un intento subversivo.
En la actualidad, la democracia liberal en Centroamérica desnuda sus limitaciones como coartada legitimadora del estatus quo, alumbrando salidas autoritarias que retoman los principios y los consensos políticos de las guerras civiles que arrasaron la región durante más de treinta años. Las redes del crimen organizado han permeado las estructuras e instituciones estatales, alcanzando las cúpulas de estamentos claves como la judicatura o el poder ejecutivo y arrojando a países como Honduras y Guatemala a una condición de estados fallidos y en bancarrota en la que la única salida de las clases dirigentes es profundizar la vía de la represión.
En el centro de esta lógica renovada encontramos estrategias contrainsurgentes diseñadas y desarrolladas en ausencia de insurgencias, provocando la generalización de las violaciones de los derechos humanos individuales y colectivos.
El uso del ejército como instrumento de control social para la cartografía de las resistencias y liderazgos populares, la militarización de la vida pública, la implementación de proyectos de carácter social y cívico por parte de la institución armada o su presencia en la represión de las protestas, constituyen señales claras de la involución democrática y ponen en cuestión algunas de las creencias más extendidas entre los movimientos sociales de última generación. Los estados de sitio, la represión militar de las protestas sociales o los asesinatos de activistas políticos en un contexto de ausencia de organizaciones armadas insurgentes, son un ejemplo evidente de cómo el estado, mucho más cuando su mascarada democrática deja de ser necesaria, ejercen toda la violencia que consideran necesaria, independientemente de las formas de lucha que las organizaciones sociales desarrollen en esa fase histórica determinada.
Por su parte, el movimiento popular centroamericano vive un momento complejo que puede abrir nuevas oportunidades. Pese a las grandes diferencias existentes entre los diferentes países (el periodo de recomposición y dudas estratégicas en El Salvador no es comparable con la represión militar en Guatemala ni con el proceso insurreccional hondureño), hay algunas características que sí pueden dibujar sus rasgos básicos.
En primer lugar, el movimiento popular centroamericano sufre una situación de desarticulación que le impide consensuar propuestas colectivas para la construcción social alternativa que den respuesta a las necesidades de la clase trabajadora, del campesinado y de los históricamente excluidos pueblos indígenas.
En segundo lugar, fruto del ciclo largo que comenzó tras los Acuerdos de Esquipulas de los años 80, hay una gran capacidad de resistencia (naturaleza reactiva) que, aún ahondando en la debilidad de propuesta descrita en el párrafo anterior, dota al movimiento social de las herramientas organizativas y políticas para la lucha en un entorno como el que vive Centroamérica en la actualidad.
En tercer y último lugar, existe una relación compleja, y en ocasiones conflictiva, con las expresiones político-partidarias situadas en la izquierda del arco ideológico, dificultando así la articulación de proyectos de país capaces de generar consensos mayoritarios y estrategias conjuntas en el ámbito institucional y en el social con las que afrontar la militarización, la corrupción y los paquetes económicos que imponen condiciones de miseria.
Desde este lado del mundo y desde el internacionalismo militante, las organizaciones de la izquierda social y partidaria deberíamos ser capaces de articular agendas conjuntas que se vinculen con los movimientos sociales y organizaciones populares que están enfrentando el militarismo, el estrechamiento de los espacios de participación y la violencia generalizada y dirigida a consolidar el injusto estado de las cosas.
En el ámbito institucional, tenemos que situar la problemática de Centroamérica en la agenda política, denunciando la situación de aumento de la represión y exigiendo la aplicación de la cláusula democrática explicitada en el artículo 1 del Acuerdo de Asociación UE Centroamérica, vigente desde 2013 y que, evidentemente, no ha contribuido a mejorar la calidad democrática en ninguno de los países firmantes.
En el ámbito de lo social, es necesario orientar nuestro apoyo (político y financiero) al fortalecimiento de las estructuras de las organizaciones sociales, consolidando su capacidad operativa y de resistencia. En un momento de reflujo de la lucha social, en la que el proyecto hegemónico del neoliberalismo se siente con la suficiente legitimidad para ensayar modelos de gestión (más) autoritaria, es fundamental afianzar las dinámicas de resistencia a los embates de las élites.
Por otro lado, desde el internacionalismo tenemos que ser capaces de dirigir nuestros esfuerzos a superar la desarticulación del campo popular y la dificultad de generar respuestas colectivas y totalizantes. Aunque pueda parecer que va en sentido contrario a la necesidad de fortalecer la capacidad de resistencia (reactiva), esta estrategia tiene un carácter complementario (propositiva) y es imprescindible para evitar la atomización provocada por las reivindicaciones parciales y sectoriales. Contribuir a la generación de espacios de confianza entre las diferentes organizaciones, promover dinámicas de colaboración y coordinación entre distintas iniciativas, facilitar consensos que integren demandas particulares y evitar dogmatismos excluyentes son tareas de ida y vuelta que las organizaciones internacionalistas y solidarias con Centroamérica tenemos que poner en funcionamiento si queremos participar activamente en la decisiva fase de lucha que se abre en esta región a la que tantos y tantas militantes se sienten irremediablemente unidos.