Mikel Zuluaga "Mikelon"

El país del buen vivir

La rebeldía vasca padece una desconocida galbana, y no es que haya desaparecido la resistencia sino que existe fatiga por las formas de plantearla. No hay funeral pero suenan las campanas. Que despierte la lucidez y el optimismo. Que despierten el espacio comunitario, la fábrica y lo que nos queda de aldea. Que despierte la república nativa y que comience la parranda del buen vivir.

Buen vivir o la vida como eje. «No solo hay que pasar por la vida sino pasarla bien. Pasarla bien colectivamente en relación con la naturaleza», dicen en Lurralde Askea, rompiendo la inercia de querer emular a los ricos, cuyo modelo se basa en avivar el deseo de poseer –cosas, dinero, poder– para buscar la riqueza en el gusto por la vida sencilla o una vez alcanzado los mínimos no desear más: ni más cosas, ni más casas, ni más dinero, ni más trabajo, ni más poder. Antídoto contra la prepotencia, el crecimiento por el crecimiento y la abundancia de lo superfluo, empoderando a la gente mediante la participación y produciendo, consumiendo y trabajando para vivir y no al revés.

Disfrutar de la vida en común, de mimar la tierra, de (re)distribuir la riqueza y el trabajo –remunerado y no– cultivando el pensamiento crítico, la cadena de afectos y del cuidado. Apreciando frente a su individualismo, gigantismo y velocidad cosas tan simples como el compartir, el tiempo y lo pequeño. El capitalismo, si es pequeño, se muere.

Desobediencia a los hábitos: no sólo nos someten desde las relaciones de producción, la ley o la fuerza, sino desde un imaginario de deseos materiales y culturales que nos esclavizan sutilmente; no nos atrevemos a reconocer que nuestro modo de vida es el que alimenta su modelo –extracto del taller de Herri Desobedientzia–. ¿Puede la izquierda seguir viviendo como la derecha?
Es fácil hablar mal del sistema pero si no lo confrontamos con nuevas prácticas y culturas lo estaremos eternizando. Lucha xirimiri que sale del imperio de lo coyuntural para dar sentido al tiempo largo, a las imperceptibles modificaciones de calado.

Somos del bando de los humildes. Conforme la crisis se acentúa la rebelión se templa, se hace cada vez más clase media –aparente–. Se comprende la pobreza pero no se siente. No se siente a la refugiada, no se siente a la desahuciada, no se siente a la vecina o al parado de la fábrica de al lado. Sólo nos movilizamos por nuestro sufrimiento, por nuestra causa, por nuestra organización. Endogamia que nos aleja de la solidaridad y la colaboración.

Exiliadas del sistema. Un vaporoso ente “Supra” alejado de nuestro universo vital –los grandes ya no viven aquí– es el que nos gobierna, llevando la producción de un lado para otro, individualizando cada fábrica y fragmentándonos en intereses desiguales: sin-papel, sin-empleo, precario o estable; trabajo remunerado y no, ingresos altos y bajos, nativos-emigrantes, hombres-mujeres.
La clase trabajadora se diluye, ahora, en una masa informe de «desheredadas del sistema» que por motivos diversos –precariedad, explotación, desencanto, conciencia, solidaridad…– nos unimos para levantar la nueva sociedad de inconformes.

Una sociedad rica en matices y en continua trasformación que hay que dotarle de fraternidad e ideas. El conjunto de sujetos del cambio son el actual «sujeto». Sin hegemonías, con reciprocidad.

Las tecno-ciencias alteran las relaciones humanas y de poder. Veloz proceso evolutivo donde el ser humano hasta ahora relacionado con el mundo natural se conecta más directamente con lo artificial, cambiando las formas de relacionarnos y forzando una nueva comunidad. El ágora joven, para bien o para mal, pertenece al entramado informático, por lo que nos obliga a concretar la revolución digital, la participación telemática, la comunicación informática…

O se mueve la calle o no habrá batalla: el sistema ensaya para que todo conflicto o cambio se resuelva en palacio mutando los lenguajes y haciendo de lo alternativo moda.

La resistencia debe organizarse prioritariamente a extramuros, robando legalidad y provocando espacios alternativos donde la gravedad del campo de batalla se incline hacia nosotras. Algo que no contraría para que activistas fuercen el cambio desde dentro siempre en relación directa con el movimiento de la gente. Menos pasarela y más calle, menos contención y más verdad.

Pinza que combina la lucha convencional y no-convencional, macro-micro, legal e ilegal. En este último espacio se enmarca la desobediencia civil, lucha límite que pretende, más que la acción por la acción, emocionar con los principios éticos buscando un cambio de proceder en nosotras y la gente.

La lucha «contra» se transforma en lucha «creación»: el contrapoder se torna en poder dando vida progresiva a la nueva estatalidad vasca. Unilateralidad que al hacer del camino meta traslada la responsabilidad del cambio a nosotras mismas, método que se basa en hacer más que en decir.
En este sentido es ineludible el paso por la «escuela» feminista, y en otra medida por la soberanía alimentaria, para comprender cómo se produce el cambio de las relaciones de poder desde el día a día.

Movimiento río: que toma el agua de todos los afluentes para formar un nuevo cauce que no suponga un acuerdo de élites sino de pueblo. Partimos de una derrota del modelo de hacer revolución, y los actuales patrones de movilización y de organización son herramientas de otro siglo que no corresponden a las necesidades de la sociedad actual. No ilusionan, no mueven al sistema, no organizan, no liberan espacios nuevos.

Inventamos o erramos, decía Simón Rodríguez, desde la curiosidad, el talento narrativo, la sutileza, la fuerza emocional, la veracidad de unas nuevas formas de relacionarnos que dan más importancia al convencer que al vencer, a la participación que a los propios propósitos. Si toda organización tiene inherente una parte de delegación ahora es hacer que ésta se simplifique al máximo, acercándonos a nuestro pensamiento horizontal y colaborativo.

El derecho a decidir es la génesis. No sólo para liberarnos de los estados –autodeterminación externa— sino para liberarnos como pueblo practicando la democracia vasca en cualquier ámbito –autodeterminación interna–. La negación de este derecho nos obliga a crear espacios de desobediencia soberanista interna y externa, pasando de reivindicar a cultivar la estatalidad en frentes trasversales: crear herramientas, fomentar los valores, organizar la calle y demostrar que soberanos vamos a vivir mejor.

Soberanía y anticapitalismo: interpretamos la acción global o el compartir el mundo desde la solidaridad de los pueblos quebrando las inercias del capitalismo que sólo sabe construir desde la concentración, el monopolio y lo clonado.

Fuerza postcapitalista que no sólo aspira liberar a los pueblos sin-estado sino que pretende atravesar el planeta desde la justicia social, diversidad cultural y construcción de las soberanías: política, económica, monetaria, (re)productiva, alimentaria, energética, cultural… y local. Soberanía que no suponen cerrarse entre fronteras sino construir el mundo desde el gobierno de lo cercano y su eslabón más natural los pueblos.

Identidad fósil y dinámica. No somos vascas en contraposición a otros pueblos, ni hablamos euskera en oposición a otras lenguas. Somos un pueblo y actuamos con la naturalidad que ello significa.
Nuestra identidad «fósil» –quienes hemos sido– debe tener una resonancia directa en la identidad «dinámica» o la que estamos construyendo. Según el hacer común o rastro positivo/negativo que proyectemos así será nuestra nueva identidad. Identidad que pone la pasión por la vida como eje y la paz como raíz, entendida no sólo como ausencia de violencia –que también– sino como ausencia de explotación.

República del euskera, del feminismo, de la madretierra y del bien común. Rebeldía del buen vivir que nos haga recuperar el orgullo de decir: soy libre, soy vasca.

 

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