Nora Vázquez
Jurista y sanitaria

El patriota modélico

Existe una estirpe de individuos, mujeres y hombres por igual, ungidos por una suerte de revelación primordial: la de pertenecer a la tierra correcta, la única, la que de verdad importa, y ¡ay de aquel que sugiera que dentro de esa tierra pueda existir más de una forma de sentirla o nombrarla! Son los Guardianes de las Esencias, seres cuya brújula moral interna apunta invariablemente hacia un norte magnético de convicciones y verdades inmutables. Observarlos es adentrarse en un ecosistema de coherencia admirable, casi milimétrica. Nótese la ironía.

El Guardián arquetípico, y su consorte o contraparte femenina, la Guardiana Matriarcal, suelen presentar una estética que es en sí misma una declaración de principios. En el armario masculino, el polo de piqué es pieza fundamental, a menudo en tonos que evocan la enseña patria (la única enseña posible, entiéndase bien) o la de su club náutico imaginario o predilecto. Un jersey anudado con estudiada despreocupación sobre los hombros, incluso en julio, completa el atuendo, sugiriendo una eterna preparación para una fresca brisa marina o, quizás, para cargar con el indivisible peso de la nación. Ellas, por su parte, optan por una elegancia atemporal, donde el pañuelo de seda con motivos ecuestres o heráldicos dialoga armoniosamente con un bolso que podría haber pertenecido a su abuela, y probablemente lo hizo, porque lo bueno perdura. Nada de estridencias; la verdadera pertenencia se susurra, no se grita, aunque luego se desgañiten en la sobremesa defendiendo la «Unidad Indisoluble».

Su pensamiento es un jardín francés: ordenado, simétrico, con cada seto de ideas recortado a la perfección. No hay espacio en su cabeza para la maleza de la duda o el relativismo. Las ideas son claras, diáfanas, heredadas en muchos casos junto con la cubertería de plata: Existe un «antes» glorioso, una edad de oro donde todo funcionaba como un reloj suizo (aunque el reloj sea de otra marca nacional), y un «ahora» que, si bien no es el apocalipsis, se le acerca peligrosamente por culpa de los Otros. ¿Y quiénes son los Otros? Esa amalgama informe que incluye al vecino que osa utilizar un idioma diferente al vehicular del Imperio en la escalera, al que enarbola símbolos que no son el único y verdadero, o a ese primo lejano que insiste en votar por opciones que... bueno, que fragmentan o el que recicla con demasiado entusiasmo.

El voto del Guardián es un acto de fe, una reafirmación de su identidad. No se vota por un programa, se vota por un sentimiento, por la promesa de que alguien pondrá orden en este desconcierto y devolverá el lustre a las esencias perdidas. El programa electoral es, en el mejor de los casos, un folleto accesorio; lo importante es la corbata del candidato, su aplomo, la forma en que entona el himno (o la canción equivalente que evoque la única grandeza patria posible). Cualquier desviación de esta liturgia es vista con sospecha, como una fisura en el sagrado edificio de sus convicciones.

La defensa de lo «suyo» es obstinada. «Lo suyo» puede ser la receta de la abuela, la integridad territorial –entendida como un bloque de granito sin fisuras–, claro, bien repetida es la frase «¿A dónde vamos a llegar?», o la manera correcta de colocar los cubiertos. Criticar cualquiera de estos pilares es atacarles en su línea de flotación. Reaccionan con una indignación que combina el estupor con una ligera, para los más veteranos, y brusca, para los más metidos en la causa, condescendencia: «¿Pero cómo es posible que no lo veas? ¡Está tan claro!». Sus argumentos suelen apelar a un «sentido común» que, curiosamente, siempre coincide con su propio sentido particular.

Critican con la misma vehemencia con la que defienden. Sus críticas no son destructivas, ¡anatema! Son «constructivas», aunque la construcción que proponen se asemeje sospechosamente a una demolición de todo lo que no encaja en su molde y un retorno a un orden que solo existe en sus cabezas. Se critica la falta de valores (los suyos), la pérdida de tradiciones (las que ellos practican), el ruido de la modernidad (cuando interfiere con su siesta o sus tertulias). Son adalides, fans, de la libertad, especialmente la suya, para expresar su disconformidad con la libertad de los demás, para ser diferentes, o para hablar en lenguas que consideran «menores» o «innecesarias» o para practicar una solidaridad con la sanidad pública.

Simplemente es que su universo moral tiene unas reglas de excepción que solo aplican a los iniciados en la fe verdadera de lo de antes, aunque ese antes solo sea leído hasta donde les interesa. Dicen amar al «pueblo (sus semejantes)», pero a un pueblo idealizado, callado y trabajador, que se parece a una figura de porcelana que representa al buen siervo, y que, sobre todo, hable como debe ser y no pida cosas raras como que se reconozcan otras identidades dentro de la Gran Unidad. El pueblo real, el ruidoso, el que protesta, el que tiene extrañas ideas sobre derechos o sobre la pluralidad lingüística, ese ya es más problemático.

Son como un reloj de cuco que se quedó sin cuerda, allá, en alguna época, y siempre dan la misma hora. Eso nos recuerda (o debe hacerlo) al resto, que hubo una época donde los relojes se pararon para imponer una dictadura y cambiar la hora a su antojo, al capricho de los que a la fuerza sublevaron al resto, solo cabía un pensamiento y que daño hizo. No dejes de leer, de informarte, de negarte a la intoxicación etílica de las bondades de un franquismo que impuso con mano dura un pasaje terrible en la historia. Poco importa que la realidad se empeñe en desmentirles con sus múltiples acentos y colores; tienen su verdad monocroma, y con eso les basta para seguir sintiéndose el último bastión de algo que solo existió plenamente en su imaginación.


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