Josu Iraeta
Escritor

El poder coactivo de los demócratas

Llevamos décadas en las que se viene dando validez a un discurso considerado oficialista, construido por y para el mantenimiento del actual modelo. Este discurso es la escenificación de un permanente compromiso tácito adquirido por quienes, al utilizarlo, tratan de legitimar el Estado actual. Es en este contexto donde debe ubicarse la «elegante» intervención -de esta misma mañana, (9/15) en Euskadi Irratia, del señor Erkoreka. Me ha gustado, no solo elegante, también, conciliador, incluso humilde. Supongo que la Ertzaintza habrá quedado satisfecha.

Esta forma de hacer política, que es muy propia de los actuales profesionales –sean estos zurdos o diestros, vascos o españoles– queda lejos del compromiso, también adquirido, de trabajar por resolver los problemas que genera la imposición intransigente del centralismo.

Es con este discurso mercenario y tramposo como pretenden anular la vigencia de «otro» discurso –por caduco y superado– pero que debemos recuperar, ya que es el único que se ciñe a la raíz, al nudo del problema, que, por cierto, no radica en la ausencia de una nación que legitime el Estado, sino en la existencia de diversas naciones que se sienten ajenas al Estado que las contiene.

Y es que a nosotros los vascos, en nuestra relación secular con los diferentes regímenes de España, nos viene sucediendo lo mismo que a otras nacionalidades colonizadas. Podemos formar parte de una sociedad de «iguales», pero siempre que aceptemos ser miembros de la nación colonizadora.

Una estructura política, una comunidad que pretende legitimar su status de nación-estado, como es el caso de España, difícilmente reconoce la existencia y legalidad de otras naciones dentro de «su» territorio. Es por eso que solo presionada por la situación internacional y muerto Franco, comienzan, si no a respetar, sí a reconocer su existencia.

Nosotros los vascos, una nación que tiene entre sus objetivos el de ejercer el internacional derecho a la libre determinación, conocemos bien el tema, Y lo conocemos porque la idea viene de lejos, ya que, a la homogeneización iniciada por los Reyes Católicos y la continuidad en el tiempo magnificada por el franquismo, padecemos, el mantenimiento del mismo objetivo diseñado en la actualidad por el nacionalismo español. Siglos imponiendo una cultura común de símbolos y valores, que ignoran los de las demás naciones.

Así es como tras muchísimas décadas de resistencia cultural, política y armada, hemos llegado al siglo XXI, y los vascos, además de haber conseguido no ser «asimilados», nos encontramos enfrentados a una institución que –presuntamente– nos representa, cuando lo cierto es que nos es ajena.

Periódicamente y coincidiendo con situaciones como la presente, en las que en el ambiente político trasciende la posibilidad de una solución dialogada a un conflicto histórico, de origen y naturaleza política como el que nos ocupa, quienes se esfuerzan por mantener las señas de identidad del actual modelo, además de mostrar su «fuerza», nos advierten que «la paz solo viene de la mano del Estado de Derecho y el respeto a sus instituciones».

Lamentablemente, no están solos, para ello obtienen la aquiescencia del poder judicial y el silencio cómplice de quienes se ven favorecidos. Todo ello sin el más mínimo menoscabo de su sacrosanto Derecho.

Todos ellos, gobiernos, jueces y organizaciones políticas, olvidan que el Derecho no es algo que con el tiempo se conforma por pura inercia, por sedimentación de usos o aplicando leyes. El Derecho, como la abolición de la esclavitud y otros logros sociales, ha supuesto siglos de lucha, sufrimiento y sangre. No es, pues, patrimonio de izquierdas o derechas, y por supuesto tampoco debiera ser negociable, pero evidentemente lo es.

Y lo es porque, a pesar de lo que se dice, la Constitución española no es intocable. Ya en la práctica la han modificado y puedo afirmar que en breve volverán a hacerlo, y no en su expresión, sino en su contenido.

Qué duda cabe de que la Constitución española no tiene origen antifranquista.

Si recordamos cómo actuó España a lo largo de la historia, y conociendo cómo piensan y actúan sus actuales dirigentes, no es extraño que el Estado español pretenda ejercer la legitimidad y el monopolio de la violencia en todas sus facetas –el poder coercitivo– allá donde lo estime oportuno. Pero lo cierto es que el recurso a la violencia no es patrimonio de nadie, ya que es y continuará siendo válido hasta el fin de la historia. Lo contrario, además de poco inteligente, significa negar tanto el pasado como el presente.

He estudiado con detenimiento el empleo de la violencia en el mundo durante las últimas décadas y he llegado a la más firme convicción de que, aunque hoy el malo es Vladímir Putin, insignes demócratas y estadistas de talla mundial como George W. Bush, Tony Blair, Ariel Sharon, José María Aznar, Barack Obama, o el mismísimo Bashar al-Asad, comparten plenamente mi reflexión. Lo han demostrado sobradamente con su intervención militar en diferentes latitudes del planeta.

Esto último me induce al convencimiento de que el recurso a la violencia, no solo ayuda a los demócratas a resolver conflictos, también puede ser un activo sustancial en la creación de nuevos estados.

El poder coactivo, ahora nos queda lejos, muy lejos, es tarde.

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