Iñaki Egaña
Historiador

El progreso del fascismo

¡Que viene el lobo! Llevamos más de una década, especialmente desde la crisis financiera de 2008, anunciando el auge de los grupos y partidos de la llamada extrema derecha, de los círculos xenófobos, de la intransigencia étnica, del repunte del fascismo en Europa y en EEUU, modelo para el Viejo Continente. La campaña exitosa del republicano Donald Trump para acceder a la Casa Blanca, el liderazgo de los grupos neofascistas en el reciente referéndum que ha provocado el Brexit y la repetición de las elecciones presidenciales en Austria, con una previsible victoria del ultra Heinz Christian Strache, redoblan los tambores.

El lobo, sin embargo, sin piel de cordero, lleva ya unas décadas asentado en esas extensas posaderas que se extienden por los rincones de Europa, desde los Urales y el Bósforo, hasta el Cabo San Vicente y los fiordos noruegos. Berlusconi, ya historia, fue espejo de Mussolini, Jean Marie Le Pen, que afirmó que «las cámaras de gas fueron un detalle de la historia», disputó las presidenciales francesas a Chirac. Hasta Sáenz de Santamaría, el ex director de la Guardia Civil, comparó a Aznar, el del Trío de la Azores, con el dictador Franco.

Hace poco más de un mes fui entrevistado sobre una red de evasión nazi durante la Segunda Guerra mundial para un documental que preparaba History Chanel, uno de los muchos canales por cable que inundan nuestros televisores. Un equipo de 15 personas había aterrizado en Madrid desde Los Ángeles. Días después llegaron a Donostia, donde filmaron la entrevista. Apenas conocían la ubicación, los vaivenes políticos. Pero estaban escandalizados de la iconografía «nazi» que habían encontrado en los lugares de visita. Para nosotros, iconografía y restos del franquismo. Para ellos, «ignorantes cultos», símbolos del nazismo que provocó una guerra mundial con 50 millones de víctimas mortales. Para nosotros que habíamos nacido precisamente durante el franquismo, se trataba de una «anormalidad normalizada». Para ellos, en cambio, una «formidable excepcionalidad en Europa».

Esa reflexión es similar a la que nos ronda en nuestras conciencias. El fascismo europeo, a pesar de la derrota de Hitler y Mussolini durante la guerra, a pesar del asentamiento del bloque soviético hasta 1989, a pesar de las purgas en Francia y en menor medida en Italia, jamás abandonó el escenario europeo. Con una primera piedra angular. Fue precisamente Washington quien apoyó a los regímenes fascistas, con la escusa de la Guerra Fría, entre ellos al de Franco. Fue Washington quien recuperó a los científicos del nazismo para modernizar su industria militar y espacial. Fue la retaguardia frente a un probable ascenso de las fuerzas de izquierda. El Plan B.

La naturaleza del fascismo no necesita de un comentario anexo. Su praxis durante el siglo XX, colmada en la cercanía por los regímenes de Franco y de Vichy, este último más breve que el español, ha dejado en nuestra casa un reguero de muerte, terror y, sobre todo, la inhabilitación de varias generaciones que concluyeron su ciclo vital sin poder desarrollar su potencial humano.
La diferencia histórica estriba en su acceso al poder, en los medios para alcanzar el dominio del Gobierno y del Estado. Aún con matizaciones, la carga golpista de antaño ha sido sustituida por la hegemonía electoral, por la aceptación de las normas que impone el «sistema democrático» y la apuesta, como los populismos, con los que comparte buena parte de su naturaleza, de romper con el bipartidismo. E introducir una vieja y nueva corriente. Con nombres y títulos diversos, pero, en lo sustancial, compartiendo una misma ideología.

Los caladeros, antes y ahora, son los mismos. El fascismo fue un fenómeno político, cultural, económico, que tuvo un sustrato sociológico substancial. Ahora también lo es. En lo fundamental se trata del viejo axioma, el de la construcción del enemigo. Un enemigo que en ocasiones era «externo» y en las sociedades europeas modernas se ha completado con el «interno». Nada nuevo. Valores tradicionales incluidos los religiosos, xenofobia, seguridad frente a la incertidumbre creada por la «pérdida» o la «amenaza» de los migrantes, la dejación de la lengua madre, los pilares patrios, la unidad del territorio. Ante esta decadencia se impone un paso adelante, la búsqueda del mesías, personal o colectivo.

El rédito electoral de estas políticas está encima de la mesa. En las elecciones de la Unión Europea de 2014, 9 partidos superaron en sus territorios la barrera del 10% de los votos. De ellos 3 la del 20% (Gran Bretaña, Dinamarca y Francia. En Croacia, la HSP alcanzó el 41,39% de los votos. En las legislativas de Hungría de 2014, el Jobbik alcanzo el 21% de los votos tras haber triunfado ya en 2010, y en las de 2015 en Suiza, el SVP el 29%, el DF el 21% el mismo año en las de Dinamarca y el Fins el 19% en las de Finlandia. Y como es sabido, este año, el FPO lograba la mayoría absoluta en Austria, con un 51,8 de los votos. En Polonia, franquicia ultraconservadora, ¿dónde está el límite entre unos y otros?, gobiernan en solitario.

Y apuntando a las franquicias. ¿No existe un sustrato sociológico y político en grupos que no se definen abiertamente fascistas pero que en su discurso y práctica cotidiana están cerca de esos postulados? Lo he leído más de una vez y al parecer sería políticamente correcto enmarcarlos en el apartado «totalitario», descartando el término «fascismo», a pesar de que comparten espacios con los citados.

¿Cómo podemos catalogar a regímenes como el de Petró Poroshenko en Ucrania o al de Recep Tayyip Erdogan en Turquía, dónde las libertades han sido cercenadas con el pretexto de la unidad y la gloria de la patria? ¿Y la Liga Norte en Italia?

España, para no perderme en disquisiciones huecas, fue el último estado europeo en abandonar la etiqueta fascista. Si nos atenemos a su cronología oficial, sucedió con la aprobación de su Constitución en 1978. Desde entonces, la llamada extrema derecha ha sido catalogada con eufemismos, algo que lo conocemos en primera persona. Los apartados del estado, los poderes fácticos, aún en el siglo XXI, tienen un poder enorme. Lo manejan a su antojo. ¿Es residual el fascismo en España según las urnas? Quien lo afirme es un iluso. Está insertado en la naturaleza de su aparato partidista.

A estas alturas, el auge electoral de los partidos neofascistas, explícitos, diluidos en coaliciones o franquicias, es evidente. Dicen desde Bruselas que su factor de riesgo llama a la puerta. La manada de lobos que acechan al rebaño. Nuevamente con una carga de impostura relevante. Porque mucho del caldo de cultivo en el que ha germinado tiene su razón en las políticas implementadas por liberales y socialdemócratas.

Ha sido el empeño de liberales, «demócratas» de toda la vida y socialistas reconvertidos y deslumbrados por el mercado, los que han aplicado a pies juntillas las políticas neoliberales, el seguimiento acrítico a los caminos marcados por las elites económicas, por el Fondo Monetario Internacional, la Heritage Foundation o ese Gobierno de Bruselas que rescata sus bancos, cargando los costes en las espaldas de los ciudadanos de a pie. Cuando las diferencias entre unos y otros se hacen tan estrechas, la tendencia natural es la de optar por el original y abandonar la copia.

La crisis económica y las políticas europeas de austeridad han empobrecido a las clases medias y han dejado en la miseria a buena parte de las clases más desfavorecidas, generando una actitud hostil hacia la UE y su gobierno en la sombra. En ese caldo de cultivo se han multiplicado los microorganismos. También los parásitos. El fascismo en auge. Y no como factor de riesgo, sino como evidencia.

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