Iñaki Egaña
Historiador

En los estertores del funambulismo

Remigia Etxarren Aranguren se pasó media vida sobre el alambre, cruzando la plaza de toros de Bilbo, la del Castillo de Iruñea, el Arga con los ojos vendados. Para realzar su celebridad y atraer al público, la rebautizaron como Mademoiselle Agostini. Sus proezas atrajeron a Pío Baroja que en una de sus novelas la convirtió en estrella universal. En el filo entre la vida y la muerte, a merced de un equilibrio mal calculado o un golpe traicionero de viento, sucedió lo previsible. En 1892, cuando trabajaba con una silla sobre una cuerda, en Ondarroa, resbaló y cayó. Salvó la vida, pero su cuerpo fracturado le obligó al retiro. Hace poco que da el nombre a una chiquita calle de Iruñea, aunque en 2002, la hoy consejera de Movistar, Yolanda Barcina, y entonces alcaldesa de la capital navarra, le negó el recuerdo que exigían más de 400 pamploneses.

Aquel mismo año de 1892, por esas extrañas casualidades que produce el calendario gregoriano que nos guía a la mayor parte de la humanidad, surgió a pocos metros de donde nació Remigia la primera agrupación socialista de Iruñea. Un carpintero de 36 años, Nicolás Bernardino Luquín fue su primer presidente, aunque efímero. Murió ahogado en el Arga, en lo que pareció ser, según la prensa, un crimen político. Avalando esta conclusión está el hecho de que la Gran Enciclopedia Navarra, el pasquín de la derecha ultramontana del Viejo Reyno, no le dedica siquiera una entrada.

Suponía, y mucho he reculado para llegar a no hacerlo, que el arrope de los suyos y de los nuestros es una vieja norma no escrita, que se aplica bajo el paraguas ético, familiar, incluso de clase, género o especie. Ejemplos a patadas. «Es de Pontevedra y es mi amigo», que dijo Rajoy sobre Bárcenas. Los dos millones de euros (más gastos y en cash) de la Casa Real a Manos Limpias por evitar sentar a una de sus hijas en el banquillo (infanta, aunque atendida como princesa al recibir el tratamiento de alteza real). La escena impagable frente a la cárcel de Guadalajara de la cúpula del PSOE, incluido el cada vez menos presunto X de los GAL, con aquel unánime grito de “Todos somos Barrionuevo”.

No hay tanto arrope como parece, sin embargo. Ni Remigia, ni Bernardino, funambulistas cada uno en su plaza, recibieron cariño. Se los tragó la historia. Pedro Sánchez, el último dimitido secretario general del PSOE, ha recibido también ese rechazo que algunos han calificado de golpista. “El País”, su vocero habitual, bien es cierto que con novedoso mayorazgo económico, le enterró en vida: «ha resultado no ser un dirigente cabal, sino un insensato sin escrúpulos». No sé si llevaba razón. Probablemente. Ya nos ponía en alerta Rafael Chirbes: «El que ha tenido que arañar para llegar arriba es el peor, es gente sin escrúpulos». Tampoco me preocupa. Eso es lo que tienen los funambulistas, deslizarse sobre un alambre del que, algún día, inevitablemente, resbalarán.

Recuerdo aquella campaña que llevó en 1982 al PSOE y Felipe González a la Moncloa: “100 años de honradez” (el partido en realidad había nacido 103 años antes, pero la clandestinidad no contaba). Miles de vallas en los rincones de Euskal Herria. Nosotros, mocetones que apenas conocíamos más allá de lo que habíamos aprendido en la escuela, seguíamos los dictados de los mayores que nos animaban a pintar con lápices o brochas la continuidad del lema, que quedaba maltrecho: “Cien años de honradez... y 40 de vacaciones”. Sería por aquello de que Franco había fallecido encamado, de muerte dulce.

Aún así, los teníamos cerca. Odón Elorza nos había dado una charla en la universidad sobre el derecho de autodeterminación y Jesús Egiguren una lección magistral sobre la complicada Ley d´Hont. Los socialistas navarros eran asociación del PSE, colgaban la ikurriña del Ayuntamiento de Iruñea. No eran colegas, tampoco amigos, por supuesto adversarios políticos. Pero entre los adversarios también hay niveles. Carlos Corcuera, diputado en Madrid por el PSOE, de nuestro barrio, nos quitaba carteles, nosotros los suyos, hasta que pactamos entre ambas sensibilidades, izquierda abertzale y socialistas, una gran manifestación contra un cuartel de la Policía en el corazón del barrio. Creo que fue la última vez que arrimamos codos.

Porque llegó 1982, Felipe González a la Moncloa, y esos años de historia, con paréntesis o sin ellos, se desvanecieron. El Socialismo se convirtió en Funambulismo. Odón se hizo católico, con su participación en la Salve franquista, Benegas se afilió a la OTAN, Felipe González se creyó la continuación de Fraga (del BVE a los GAL) y bajo la dirección de Solchaga, una lista interminable de cuadros empezó a trincar, desde Urralburu a Roldán. Hasta la UGT, su sindicato, se animó con el timo de la estampita: miles de viviendas inexistentes, quizás alguna de cartón. Un timo clásico donde los haya. Dicen que necesitaban mucho dinero para convertirse en un sindicato amable para la patronal.

Sucedió. Incorporados al Estado, a las administraciones posfranquistas, con una soberbia supina. Habían estado marginados del reparto durante 40 años. Ahora les tocaba recuperarlo. La naturaleza española hizo el resto: Barrido a su izquierda, unidad de España, atlantismo, reformas laborales, castigos ejemplares, leyes de excepción, guerra sucia, torturas... En poco tiempo, sus diferencias con la derecha se convirtieron en matices. A veces, ni eso. Tanto en la Comunidad Autónoma Vasca como en la Foral Navarra conformaron un Frente Nacional (español), con esa derecha ultramontana que sólo unas décadas antes había abandonado en cunetas a los primeros socialistas. El fantasma de Bernardino deambulaba, como en un relato de Edgar Allan Poe, entre la neblina nocturna del Arga.

Descubrieron también que se puede ser del PSOE y, al mismo tiempo, de la beautiful people. Felipe González se apropió del Azor, el yate de Franco, Miguel Boyer, el socialista que dirigía la Hacienda española se arrimó a una rica y mediática heredera, Isabel Presley, Patxi López alcanzó la gloria en Vanity Fair. Javier Solana se hizo secretario general de una de las mayores maquinarias de la muerte, la OTAN, mientras que los desnudos de Olvido Hormigos llevados a los platos televisivos enseñaban un poco más que la piel y los órganos habituales: la conversión definitiva de la política en espectáculo. La frivolización de la cosa pública y púbica.

Era nada menos que el Partido Socialista Obrero Español. Había retirado la bandera roja, el marxismo como análisis, todos los iconos de la izquierda. Pero mantenía su razón primigenia. Socialista y Obrero. Un sarcasmo y el paradigma del funambulismo. Decir ser de izquierdas y actuar como las derechas. Mientras, precisamente, los obreros se iban a paro, el trabajo se precarizaba, los patronos ganaban más que nunca jamás, la marginalidad y la pobreza se extendía, la sanidad se privatizaba, la miseria se feminizaba... y la política socialista se convertía en el disfrute de una elite.

Es lo que tiene la endogamia. Sin transmisión, sin juventud a la que convencer, con una competencia descomunal a la hora de trincar... los viejos lemas se han ido convirtiendo en humo. El núcleo se va cerrando día a día, las huidas por la puerta de atrás se agilizan. Y quedan únicamente aquellos cuyo ego es más grande que ese dinosaurio patagónico que, con sus supuestas 77 toneladas, acaban de bautizar como el mayor de todos los tiempos. Más, los educados en la cultura pelotera circularán sosegadamente hacia la derecha tradicional (antes el original que la copia), como ya lo hicieron García Damborenea, Redondo Terreros o Rosa Díez.

Es el fin del funambulismo. De los que han flirteado con el alambre. No es, creo no equivocarme, el fin del socialismo, me refiero al del PSOE. Porque ese “socialismo”, tanto de Sánchez como de González, hace ya tiempo que tuvo su fin. Es un muerto y a los muertos, en eso estoy convencido, no se les puede revivir. Con la excepción de los zombis. Pero, como bien saben, eso es pura literatura.

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