Josu Iraeta
Escritor

Es el momento de repartir cartas

Son ya cuatro décadas, y puede afirmarse que la opción estatutaria actual queda «demasiado» corta y desfasada, pues la relación entre las instituciones propias y las del Estado está excesivamente desequilibrada en favor de estas últimas. Y este desequilibrio no sólo atañe al contenido de los gobiernos –vascongado y navarro–, sino sobre todo a la propia calidad de los mismos.

Hace mucho, mucho tiempo, que el accionar político no era relegado a un segundo plano como lo está siendo ahora. No sé si la razón reside en la falta de personalidad y credibilidad que transmiten sus dirigentes, o simplemente, la razón hay que buscarla en la repugnancia que transmiten, ya que -muchos de ellos- además de escasa disposición para el trabajo, han demostrado nulo respeto para con el dinero ajeno.  Es decir, que lo probable sea, que la «clase política» se haya descalificado a sí misma.

Lo cierto es que, una mirada serena y atenta sobre el panorama político vasco-navarro actual –de hoy mismo– nos ofrece novedades que difícilmente pueden calificarse. Uno siente la evidente y nueva uniformidad entre los «diferentes» grupos que componen las Cámaras Legislativas, lo que una vez más, permite observar la distancia entre verbo y praxis.

También entiendo que otra de las novedades, sin duda reside en que el «modus operandi» se está civilizando, esto es claro y necesario, pero, también está aflorando la vacuidad de gran parte del propio ejercicio político, y esto es interesante, muy interesante.

Todas estas «novedades» hacen sin duda necesaria la práctica de la síntesis, pues si hasta ahora, los farragosos prolegómenos han protagonizado el ejercicio político, hoy es aún más difícil encontrar «médula» en las decisiones políticas que se hacen públicas.

De todas formas, y aunque no resulte agradable lo que se percibe, estamos donde estamos y querámoslo o no, todos somos parte del circo. Siendo conscientes de esta realidad, es como a lo largo del tiempo, hemos aprendido que el esfuerzo tranquilo pero perseverante –que siempre debe acompañar a los recursos de la argumentación–, en ocasiones cede el paso a una fascinante densidad «sentimental», en la que lo verídico puede ser sustituido por la superior impresión de lo «auténtico». Son situaciones delicadas, incluso peligrosas.

Lo cierto es que –una vez más– estamos siendo testigos de los riegos de «jugar a grande» sin la cautela precisa en estos casos. En mi opinión, no hay razón que justifique un error de tal calibre, aunque «entiendo» que no debe ser fácil prescindir de aquello que –aun no siendo propio– permite o permitía el confortable bienestar propio de quienes tienen acceso a todo. Es por eso que la realidad actual debe ser muy dura para quienes «abducidos» por la inercia del ganador, creyeron que con las «cartas marcadas» no se puede perder. Pues sí señores, se puede perder, de echo los hay que han perdido.

La metáfora siempre es un recurso que ayuda en la comunicación, pero no debe utilizarse en demasía y menos para manipular la realidad. La metáfora no debería hacernos olvidar que vivimos tiempos de inestabilidad política y económica y esto hace que muchos se vean obligados a «modificar» sus prioridades.

En este país –el nuestro– hay muchos que han «desconectado», que están hartos de observar que la actividad política tiene por prioridad el «autoabastecimiento» y eso, además de inaceptable, es cierto. Entiendo que vivimos tiempos convulsos, que generan incertidumbre, pero creo firmemente que es tiempo de hacer un esfuerzo –otro más– y manteniendo nuestra escala de valores y objetivos, solicitar a la sociedad vasca su apoyo y comprensión para regenerar y modificar el escenario político.

Son ya cuatro décadas, y puede afirmarse que la opción estatutaria actual queda «demasiado» corta y desfasada, pues la relación entre las instituciones propias y las del Estado está excesivamente desequilibrada en favor de estas últimas. Y este desequilibrio no sólo atañe al contenido de los gobiernos –vascongado y navarro–, sino sobre todo a la propia calidad de los mismos.

Y es que, aún partiendo de textos diferenciados y gobiernos autonómicos, también diferenciados, las actuales autonomías tienen una doble tara congénita que condiciona sus posibilidades políticas.

De un lado, porque todo lo que delimita –según la letra de la Constitución española–, el reparto de poderes, los controles a que son sometidas, etc., rezuma un ambiente de fuerte recelo hacia las nacionalidades «periféricas» fruto inequívoco de la fuerte presencia franquista, con la que se engendró.

De otro, porque las posibilidades de una interpretación más lógica y abierta de la Constitución están supeditadas a la relación de fuerzas del sistema político español y a sus mayorías electorales. Qué decir ante el insólito «peregrinar» de los cargos electos de Catalunya.

Esto nos dice que las actuales autonomías se encuentran totalmente limitadas legalmente en aspectos importantes para el llamado «autogobierno», sin olvidar la clara servidumbre respecto a la –disposición y formación intelectual– de las personas que en cada momento estén al frente de las instituciones centrales del Estado.

Todo esto en la práctica de los años se ha traducido en una considerable y persistente arbitrariedad política. La subordinación al poder estatal y sus instituciones, que, al ser constituidas de acuerdo con las mayorías, hace que sean éstas las que regulan el alcance y contenido real de la autonomía. De manera que las transferencias son utilizadas como concesiones «a cambio de» exigiendo además fidelidad y lealtad al sistema.

Ante esta situación hasta hoy insoslayable, y partiendo de una realidad tanto sociológica, como política y cultural evidentemente plural, no parece viable «hoy» la asunción unilateral de independencia. También es asumible, el que un proyecto independentista requiera una mayor «sedimentación», para ser metabolizado por una mayoría social. Lo que no sería asumible sería optar por una opción, que previamente no hubiera sido refrendada por la sociedad, ejerciendo su derecho. Eso no sería asumible.

¿Cómo se puede conjugar esto en la CAV y en Nafarroa? Aquí «tocamos hueso», ya que a pesar de la disensión en las instituciones navarras y vascongadas sobre su identidad –hoy no tanta– colectiva, política y cultural, nadie puede ignorar, ni las raíces, ni la creciente dimensión de las opciones vascas.

De esto debe traducirse, que tanto los vascongados como la sociedad navarra necesitan dotarse de más elementos de cohesión que la pura ley de las mayorías. Porque es obvio que lo vasco concita un sentimiento de identificación muy profundo para una parte –cada vez más importante– de la población, por diversas, claras, evidentes y profundas razones.

Las instituciones no pueden ignorar este hecho y menos considerarlo una anomalía o una desviación. Por el contrario, la lógica misma de la «actual representación democrática» les exige reconocer lo vasco como parte de lo navarro. El tiempo pasa, y aquello para lo que antes era pronto, ya no lo es. Claro que nada es fácil, y esto tampoco lo es.

Esto es evidente, ya que una reforma «seria» de la estructura política del Estado no responde a una demanda generalizada de la sociedad española, sino a la voluntad política de ofrecer un encaje mucho más lógico en el Estado español de determinadas nacionalidades diferenciadas, como gallegos, catalanes y vascos.

Lejos de una pretensión «docta» con el ánimo de impartir certeza y movimientos lógicos –lejos de eso– sí creo poder afirmar que se observa, se «siente» un giro tácito y expreso, que intenta huir de formulaciones clásicas. Formulaciones que partiendo del llamado «autogobierno» y obviando «etiquetas» que identifican y acotan, conseguir dar pasos que, elevando el autogobierno a un grado superior de soberanía política, pueda resultar satisfactorio.

Para concluir quiero afirmar, que, observando los movimientos habidos, no es fácil determinar a quién pertenece la «muleta» que mantiene en pie al cojo, pero quisiera que no olvidaran que vivimos en un mundo en el que «la fuerza de los hechos» es la auténtica creadora del derecho.

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