Eduardo Santos Itoiz
Consejero de Políticas Migratorias y Justicia del Gobierno de Navarra

¡Es la libertad, estúpido!

Yo no tengo un derecho a no ser ofendido que esté por encima de la libertad de otra persona de decir lo que le dé la gana. Si se generalizara ese derecho, nadie diría nada.

El Tribunal Constitucional acaba de anular la condena a un año de prisión que el Supremo impuso a César Strawberry, líder del grupo musical Def con Dos. Aquella condena, por unos hechos tipificados como enaltecimiento del terrorismo o humillación de las víctimas, se debía a unos mensajes en Twitter, con expresiones como «cuántos deberían seguir el vuelo de Carrero Blanco» o «a Ortega Lara habría que secuestrarle ahora».

Cada cual puede juzgar, desde su libertad, si esos tuits son o no reprobables. A mí, personalmente, me parecen un exceso. Me ofenden. Pero no hablamos del gusto, de la moralidad o de la ética: hablamos de justicia y de derechos fundamentales. En definitiva: yo no tengo un derecho a no ser ofendido que esté por encima de la libertad de otra persona de decir lo que le dé la gana. Si se generalizara ese derecho, nadie diría nada. Nos convertiríamos en una sociedad muerta, sin opinión, porque pondríamos por delante de los derechos de los demás nuestros propios sentimientos. Por eso la libertad de expresión es tan frágil. Iniciado el camino de la represión, se impone la autocensura.

Y eso viene a decir, precisamente, el Constitucional: que el supremo no «ponderó lo suficiente» los derechos fundamentales en juego. Los jueces del Constitucional señalan que era necesaria una valoración previa acerca de si la conducta enjuiciada era una manifestación del ejercicio del derecho fundamental a la libertad de expresión. Afirman que deberían haberse valorado, «entre otros aspectos, la intención comunicativa del recurrente en relación con la autoría, contexto y circunstancias de los mensajes emitidos». Strawberry siempre negó que su objetivo fuese humillar a una o varias víctimas concretas; pero su condena se debió a que el ponente de la sentencia, más allá de la propia intención del autor, consideró que a él sí le ofendía. El Tribunal Supremo puso así el sentimiento de ofensa (en su particular visión), por encima del derecho a expresarse de un cantante, persona pública en su libertad individual o artística.

Fuera de contexto, sin tener en cuenta la intención de una frase... ¿qué no puede ser reprobable? Cosas más graves aún nos toca leer en redes sociales. O incluso escucharlas en sede parlamentaria que algunas personas se empeñan en asimilar y devaluar con la «cultura del zasca», esa carrera loca por ver quién la suelta más gorda para llamar la atención. Pero así como tenemos la obligación cívica de combatir las ideas que nos parecen nocivas para el interés general, y por tanto proteger a las víctimas del terrorismo, tenemos el deber individual y colectivo de soportar aquellas expresiones que no nos gustan ni en la forma ni en el fondo.

En marzo de 2017, cuando quien escribe estas líneas era diputado en el Congreso, desde Podemos presentamos una proposición no de ley que instaba a suprimir en su redacción actual el delito de enaltecimiento del terrorismo. El motivo era que ese tipo delictivo, modificado hasta extremos incompatibles con la certeza legal en la reforma del Código Penal de 2015, estaba convirtiéndose en la excusa desde el que intentar coartar la libertad de expresión de personas y colectivos concretos en las redes sociales. El instrumento penal estaba empezando a ser usado por diferentes sectores al modo en que el Franquismo empleaba la ley de «vagos y maleantes» para llevar ante el Tribunal de Orden Público a gays, lesbianas, travestis, rojos de todo tipo, universitarios con barba y –finalmente y en su conjunto– a toda aquella persona que no fuera adicta a un pensamiento autodenominado correcto.

Señalábamos entonces que el resultado de esa deriva era que, en aquel momento, la Audiencia Nacional estaba juzgando a más gente por enaltecimiento del terrorismo que cuando ETA actuaba y llevaba a cabo atentados terroristas. Y no hablamos de una falta: hablamos de un delito castigado con una pena de prisión de uno a tres años y multa de doce a dieciocho meses por un tribunal especializado. Parece demasiado para un tuit. O incluso un retuit. Y por tanto infringía el principio de intervención mínima del derecho penal para arreglar conflictos sociales.

El hecho de que una persona pueda proferir comentarios desagradables en la red no requiere una regulación distinta; lo que no es delito en la calle, no es delito en Twitter... que no deja de ser una gran plaza pública virtual, y nada más. Que un comentario en las redes sociales pueda ser de mal gusto y condenado socialmente, no justifica la utilización del derecho penal. Hay otras formas de defenderse ante injurias, calumnias, difamaciones o amenazas sin necesidad de introducir o utilizar indiscriminadamente ese tipo de «enaltecimiento del terrorismo».

Nuestro sistema, y las libertades fundamentales que protege, ha de ser el elemento que nos una. Emplear la Justicia para cercenar esas libertades fundamentales –en la opinión, en la creación artística o en cualquier otra forma de expresión– no es propio de una democracia madura, sino de sociedades acomplejadas o de regímenes que sobreviven gracias al miedo de la población a verter cualquier tipo de crítica. Así que, del mismo modo en que en mayo del 68 jugaron con aquella paradoja del «prohibido prohibir», uno se ve tentado a concluir esta reflexión sobre exabruptos con algo así como «¡es la libertad, estúpido!».

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