Josu Iraeta
Escritor

Españoles por «imperativo legal»

Hace ya algunos años, y en una situación política similar a la actual −la historia se repite una y otra vez− un señor, catalán y alcalde de Barcelona, tuvo a bien reflexionar públicamente sobre la situación de su país, Catalunya y nos dejó esta «perla» que yo estimo todavía hoy, importante. Si queremos avanzar a través de una nueva «transición», deberíamos empezar por «releer» la Constitución española.

Esto lo dijo el señor Pascual Maragall (PSC) Partido Socialista de Catalunya, que fue alcalde de Barcelona durante quince años consecutivos (1982-1997) y presidente de la Generalitat de Catalunya (2003-2006).

Han transcurrido años, gobiernos, programas y presidentes varios, y nada ha cambiado. Son muchas décadas en las que tanto el PSOE como el PP, han ido rotando como inquilinos de La Moncloa, y ni unos ni otros han mostrado la voluntad, capacidad e inteligencia necesarias para resolver el legado de −todos españoles− que impuso el dictador Franco.

Es de suponer que las razones y argumentos que se pueden esgrimir, varían en función de la óptica, yo me inclino por abordar el sempiterno inmovilismo −producto de la debilidad ideológica− que impera en la clase política española.

Vaya por delante que soy de los que afirman que hay valores que no se pueden negociar, sino defender, valores que se falsean en programas y discursos políticos, que se diluyen en retóricas difusas, que ni resuelven ni pretenden resolver lo que se dice.

Hoy no se vislumbra corriente alguna que alumbre otro futuro a corto plazo, aunque dada la situación actual de «desguace mental» que exhiben algunas de sus formaciones, podrían fusionarse e imponer «otra» interpretación a imagen y semejanza del ideario franquista.

Proclaman allá donde se hallan, las virtudes que no practican. Son incontables los discursos, entrevistas y artículos de opinión, sobre las excelentes virtudes del diálogo, subrayando que es el «mensaje cívico» de la calle, quien lo demanda.

En mi opinión hay poca sinceridad en todo ello, porque no puede afirmarse que las mayorías absolutas resulten −en sí mismas− asfixiantes y deban conducirse siempre con un talante exclusivo e imperativo. Del mismo modo que no es cierto que el consenso derive indefectiblemente en una sociedad más libre y respetuosa.

La búsqueda del consenso puede dar estabilidad a un régimen, a un gobierno. Puede también comportar una mayor flexibilidad en el reconocimiento de «voces ajenas». Incluso abrir ventanas a expresiones, miradas y proyectos minoritarios.

No son las únicas reflexiones que sobre el consenso y sus aplicaciones pueden desarrollarse. También cabe el riesgo de ignorar el núcleo ideológico de los programas políticos, que son −de hecho− quienes reciben la confianza y el mandato de la ciudadanía, convirtiéndolo en un negocio malsano de «librecambio» de votos, anulando e inutilizando el deseo expreso de los votantes.

Nunca debiera olvidarse que un partido político es un canal de opinión público, que solo hace justicia a su electorado si respeta el programa. No cuando lo pasa por una batidora con la intención de obtener un «puré» válido para consensos.

Nadie puede negar que, en una sociedad plural, es no solo conveniente, también necesario, mantener abierto el espíritu de diálogo y respeto a la diversidad de toda índole, tanto política como social y cultural. Pero también es cierto que la filosofía del consenso, no debiera desnaturalizarse, no debiera servir de lanza para sacar de la escena a un adversario que defiende su programa y sus convicciones, mediante procedimientos democráticos. Y esto lo digo porque lo he vivido en primera persona.

Y es que, la democracia es el régimen basado en el ejercicio público de la razón, nunca la manipulación insidiosa de la realidad. Circunstancia bien conocida por estos lares.

Porque nosotros, los «otrora moradores de las regiones ariscas» debiéramos tener presente lo que decía un neoliberal, filósofo y economista como el austríaco Friedrich von Hayek, y ser claros y determinantes; «Si pretendemos el triunfo en la contienda ideológica y política, es, sobre todo, que nos percatemos exactamente de cuál, es nuestro credo». Es decir, qué es exactamente lo que nos proponemos los vascos, qué queremos.

A lo largo del tiempo, es mucha la experiencia y el conocimiento adquiridos, tanto, que hoy es bien conocido donde residen las mayores dificultades.

A mi entender, el mayor problema es interno −es decir− propio entre vascos. Después, siempre después, radica en un malentendido sociologismo, según el cual, los gobiernos españoles se otorgan el derecho a interpretar «el mensaje cívico, el grito de la calle».

Es una gramática lingüística conceptual basada en el legado del dictador Franco: Todos somos España, somos españoles.

La gravedad del problema también la encontramos entre quienes no aprecian diferencia alguna entre dialogo y negociación. El diálogo con los nacionalistas españoles como prólogo de una negociación, solo nos ha llevado a una superposición de monólogos, porque su ideología absolutista le lleva a denominar patria a «su» España, algo irreal, que sin duda deviene de un Parlamento unívoco, que no existe.

No sé cuándo se darán las condiciones objetivas para ello, ya que en los parámetros ideológicos que delimitan actualmente el quehacer político del nacionalismo español, se mantiene clara la inducción franquista.

No quiero terminar sin afirmar que, ante un «diálogo negociador», si este no se basa en una previa e imprescindible «cercanía de puntos» –y esto solo se puede lograr con el apoyo sustancial de la sociedad vasca en todas sus expresiones−, puede resultar absolutamente baldío e inútil.


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