Jonathan Martínez
Investigador en comunicación

Estado de excepción

Esta noche conoceremos el recuento de papeletas y el fantasma de aquellos tiempos turbios sobrevolará de nuevo nuestras vidas. Mientras Portugal canta canciones de ruptura, España resucita un franquismo que nunca murió del todo.

Después de la medianoche, una emisora católica llamada Rádio Renascença programó una canción de José Alfonso que los militares sediciosos habían elegido como contraseña. Era 25 de abril de 1974 y Portugal estaba a punto de desprenderse de casi medio siglo de tiranías. Cuando por fin sonó “Grândola Vila Morena”, el Ejército tomó las calles y Lisboa se llenó de flores. Pero la revolución de los claveles fue algo más que un alzamiento sin sangre. Fue algo más que la conquista del sufragio o el nacimiento de una república o la apertura de un orden constitucional. Porque aquel levantamiento, pacífico pero armado, desató una cadena de rupturas políticas. En 1975, Mozambique, Angola, Cabo Verde y Santo Tomé y Príncipe conquistaban su independencia.

Las noticias portuguesas, además, atravesaron la frontera y contagiaron cierto optimismo democrático que inquietaba al general Franco y alentaba a sus opositores. Por entonces, un franquismo agónico presidido por Arias Navarro acababa de decretar en febrero el destierro del obispo de Bilbao, Antonio Añoveros, a causa de una homilía en la que reclamaba libertad para el pueblo vasco. En el mes de marzo, un consejo de guerra había enviado al garrote vil al anarquista catalán Salvador Puig Antich. De modo que en abril, las flores portuguesas terminaron de despertar los recelos del búnker franquista pero también inspiraron a algunos oficiales de las fuerzas armadas, que organizaron con poco éxito la Unión Militar Democrática.

El 25 de abril de 1975, el mismo día en que Portugal celebraba el primer aniversario de su revolución, Francisco Franco instauraba el estado de excepción en Bizkaia y Gipuzkoa, dos territorios a los que el bando nacional había calificado como «provincias traidoras» durante la guerra. Existe un detonante que justifica este nuevo paso en la escalada represiva. Y es que ese mismo día, la prensa del régimen notificaba que el miembro de ETA (pm) Mikel Gardoki había muerto a manos de la Policía Armada en el barrio donostiarra de Ergobia. En la misma emboscada había sido arrestado José Miguel Goiburu, a quien el franquismo acusaba de haber participado en el atentado contra Carrero Blanco.

Así que el 26 de abril de 1975, 38 años después del bombardeo de Gernika, el BOE publica un decreto-ley que promete «proteger la paz ciudadana contra intentos perturbadores de carácter subversivo y terrorista». Al parecer, los interrogatorios sobre Goiburu han dado sus frutos y las fuerzas policiales se precipitan en una espiral sangrienta de patadas en la puerta, detenciones masivas, torturas y ejecuciones extrajudiciales. En el mes de mayo, el ministro de la Gobernación ha prohibido la publicación de cualquier información relacionada con el estado de excepción y se refuerza el apagón informativo. Todo culminará en septiembre con el fusilamiento de Jon Paredes, Txiki, y Ángel Otaegi junto a los miembros del FRAP José Humberto Baena, José Luis Sánchez-Bravo y Ramón García Sanz.

Un día como hoy de 1975, la vecina de Ondarroa Francisca Saizar muere de un infarto a los 86 años en el momento en que la Guardia Civil asalta su domicilio en busca de su nieto, Andoni Saizar. El 15 de mayo, la Guardia Civil tirotea en Gernika a Blanca Salegi y a su marido, Iñaki Garai. El mismo día, la benemérita asesina al miembro de ETA (m) Jesús María Markiegi en Ajangiz. El 23 de mayo, la Guardia Civil tirotea al joven de 18 años Koldo Arriola en el cuartel de Ondarroa. El 28 de mayo, la Policía Armada acribilla a la alemana Alexandra Lecket en un control de Donostia. El 15 de junio, dos guardias civiles disparan en la puerta de una sala de fiestas de Mungia y Alfredo San Sebastián muere desangrado y sin asistencia médica. 

El festival represivo continúa durante el verano, en buena parte gracias a las delaciones del informador franquista Mikel Lejarza, El Lobo. El 30 de julio, la Policía tirotea al miembro de ETA (pm) Josu Mujika en Madrid. El 12 de agosto, la Policía tirotea en Ferrol al miembro de la UPG y colaborador del antifranquismo vasco, Ramón Reboiras. El 31 de agosto, un policía de paisano asesina en el barrio donostiarra de Gros al militante de MCE, Jesús García Ripalda, durante una manifestación por la liberación de Garmendia y Otaegi. El 18 de septiembre, la Policía tirotea al miembro de ETA (pm) José Ramón Martínez Antía en Madrid. Al día siguiente, la Policía tirotea al miembro de ETA (pm) Andoni Campillo en Barcelona.

Esta semana, como todos los años, hemos celebrado la efemérides de la revolución de los claveles y hemos rememorado las bombas de la Luftwaffe alemana sobre el mercado de Gernika. El último estado de excepción del franquismo, en cambio, parece que se disuelve entre recordatorios parciales y batallitas del abuelo. A menudo, la memoria es ingrata y no hace justicia a quienes pelearon por un mundo mejor que tal vez no merecemos. Que se lo digan a José Alfonso, que en 1974 puso himno a la democracia portuguesa y terminó muriendo en 1987 en mitad de la ingratitud y la pobreza. Que se lo digan a los detenidos y a los torturados y a los asesinados por la brutalidad policial, a quienes los ultras de Jusapol quieren negar la condición de víctimas.

Hoy que se abren las urnas para las Cortes Generales, he querido traer a estas páginas aquel estado de excepción que prometió exterminar los «brotes antisociales» del pueblo vasco. Esta noche conoceremos el recuento de papeletas y el fantasma de aquellos tiempos turbios sobrevolará de nuevo nuestras vidas. Mientras Portugal canta canciones de ruptura, España resucita un franquismo que nunca murió del todo. Hoy quisiera pedir un voto antifascista, pero me conformo con menos. O con más, según se mire. Ya solo pido que aquellos que han normalizado a la ultraderecha, aquellos que les han ofrecido micrófonos, alfombra roja, focos y fama, tengan al menos la decencia de no fingir asombro cuando todo estalle. Y que se vayan lejos. Y que cierren la puerta.

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