Iñaki Egaña
Historiador

Evolución

Charles Darwin puso el mundo patas arriba, a través de la observación, con la selección natural en su ‘El origen de las especies’. Desde entonces, la visión de las especies, de la humanidad, dio un cambio radical.

Junto a la invención de la luz eléctrica por aquella época, religiones y supercherías perdieron buena parte de su soporte argumental. Se aceleró con la teoría de las ‘Siete hijas de Eva’ de Bryan Sykes que, en 2002, afirmó que toda la humanidad procede de un pequeño grupo de apenas 10.000 individuos africanos que durante el Paleolítico se dispersaron por el planeta. La evolución biológica y humana resumida en unas líneas.

Hace unos días, ante el inicio del curso, oía en una radio pública vasca una entrevista a un responsable de la Artzai Eskola de Arantzazu. Para nosotros, que hemos sido un pueblo poco sedentario, una de las respuestas me impactó: «el pastoreo en Euskal Herria, ha evolucionado en 40 años lo que no había hecho en 2.000». Parece como si la tierra que se desplaza en el exterior a más de cien mil kilómetros por hora, hubiera pegado un acelerón, repentinamente.

En las últimas décadas, el marxismo, la ciencia que explica a través de los materialismos dialéctico e histórico la evolución social de la humanidad, también ha sufrido cambios en la aportación de nuevos pensadores. Fundamentalmente por la propia evolución del capitalismo, desde el fordismo y el taylorismo, hacia un modelo extractivo que está provocando otro estándar de acumulación. Marx, en su Manifiesto Comunista, anunciaba el éxito provisional del capitalismo que concluiría con su derrota a través de la lucha de clases. Como había sucedido con la caída del feudalismo. Las predicciones no se cumplieron y quienes aplicaron aparentemente su método (URSS y China especialmente), fracasaron estrepitosamente.

Hoy, sin embargo, el postcapitalismo como lo ha dado en llamar el británico Paul Mason, nos conduce a una nueva era particular y planetaria. Mason lo analiza con ojos optimistas, a largo plazo, tal y como lo hiciera Marx en su época. Sin embargo, la realidad de 2016 parece enfrentarnos a un escenario mucho más oscuro. El 1% de la humanidad se ha salido del mapa. Acumula beneficios a la misma velocidad que se traslada la tierra, y prepara un futuro sin futuro para la mayoría. El cambio ha sido radical. No existen dos sociedades paralelas, sino que esas dos sociedades están una encima de la otra. La hegemónica saquea a su antojo y como decía Raúl Zibechi «no devuelve ni el saludo».

Estamos en un escenario radicalmente diferente al que conocieron teóricos y revolucionarios de otros tiempos. En el punto cero de una nueva etapa para la humanidad. Un punto cero que se puede alargar, contraer, pero que pone en entredicho muchas de las razones ideológicas que nos han hecho avanzar en nuestro proceso de liberación. Necesitamos de una nueva e integral reflexión sobre las formas de abordar la lucha de emancipación.

Es cierto, como dicen muchos pensadores, que lo nuevo se encuentra ya definido, de alguna manera, en lo viejo. Los cauces de penetración social de la clase hegemónica no han tomado respiro. Pero la sociedad, el pueblo vasco, su proletariado, sus clases, la relación del trabajo, el mismo concepto de plusvalía, la propiedad de los medios de producción han variado sobremanera. Tal y como la composición del entorno, la definición del espacio.

¿Qué hacer? Lo nuevo y lo viejo se entrecruzan. E inevitablemente surge el choque. Violento según las circunstancias. Seguimos colonizados, obviamente, en territorio y en las mentes. Pero, en mi opinión, esta colonización histórica, el diagnóstico de la misma, no sirve para mantener ni estructuras, ni praxis, ni siquiera una misma teoría política de liberación. Porque y principalmente, el medio es esencialmente diferente. Nosotras y nosotros somos también diferentes. El salto, como explicaba en su parcela el profesor de la Artzai Eskola, exagerado.

Arturo Campión, Sabino Arana, Facundo Perezagua, Txabi Etxebarrieta, José Miguel Beñaran, incluso Zumalakarregi, sirvieron como iconos para épocas, tanto en la creación de la identidad colectiva, nacional y social, como en las fases de resistencia. Pero tras ellos se escondían los condenados de la historia. El liderazgo es el de un pueblo, una comunidad. Y la historia nos trampea las lecturas correctas, comunitarias. Haremos mal en esperar liderazgos. El cambio lo lidera la dinámica popular.

El Manifiesto de San Andrés («la afirmación afectiva y eficaz de la personalidad nacional del País Vasco»), el de Trucios del lehendakari Aguirre («el temple de nuestro pueblo, cuyo espíritu no será jamás vencido»), incluido el compromiso de una generación por mantener la legalidad republicana en 1936 no fueron suficientes para dar validez a una nueva etapa política. Habían transcurrido apenas diez años desde el final de la Segunda Guerra mundial, y una nueva generación de vascas y vascos, en pugna entre lo viejo y lo nuevo, alumbró una nueva teoría política.

El choque fue especialmente virulento. Desde aquella «primavera vasca» de los años veinte, la producción intelectual, en clandestinidad, en guerra, en el exilio, había sido abundante. Apabullante para dirigir la resistencia. Pero, la sociedad vasca había cambiado. Y necesitaba, el tiempo dio la razón, nuevos aires, adecuados a las nuevas circunstancias.

Las tendencias se convirtieron en teoría revolucionaria. Una ideología que bebió del entorno descolonizador internacional, visualizada con aquellos postulados maoístas de la V Asamblea de ETA, adaptados al medio industrial vasco: «Las victorias en los campos de batalla de la economía, política y cultura dan la victoria militar a la Resistencia Nacional». Hoy sabemos que economía, política y cultura no son campos diferenciados, sino parte de un todo único. Y resistir, en 2016, no es sinónimo de avanzar, menos de vencer. Hay que liberar no ya territorios, como se afirmaba antes de la V Asamblea, sino espacios comunitarios.

Así como aquella generación rompió con una teoría y praxis que en una o dos décadas había caducado (la de la Republica española), una nueva ruptura se fue fraguando hasta nuestros días. De nuevo lo viejo y lo nuevo en colisión. No sé, sin embargo, si la conciencia del cambio ha penetrado en nuestra colectividad de manera firme. Por aquí y por allá se renuevan peticiones de volver a viejas teorías de intervención política, desligándolas de lo común a todas las generaciones, los valores y la ética revolucionaria.

Han pasado 168 años del Manifiesto Comunista, casi medio siglo de la V Asamblea, 40 años de la Alternativa KAS, 21 de la Alternativa Democrática. Necesitamos, y eso no podemos hacerlo solos, un proyecto comunitario que proponga un escenario alternativo al capitalismo de última generación, al postcapitalismo, al capitalismo extractivo o como quieran llamarlo. Un proyecto universal que refuerce nuestra identidad nacional, única vía democrática para que el planeta no sea un reparto (despojo) de bienes y territorios, sino la explosión de la diversidad.

Debemos asentar todas esas claves en nuestra agenda. No voy a hacer una lista de ellas porque las conocen de sobra. La calle es el mayor exponente de ese cambio, los medios, en cambio, transmiten una realidad virtual. Debemos asentar, también, un concepto novedoso. Perdonen el atrevimiento. Las contradicciones marxistas, ¿sirven? El postcapitalismo es capaz de atraparlo todo, como un gran agujero negro. Debemos crear anomalías en ese sistema que lleva a la humanidad al abismo. Anomalías, asimetrías. Pero no para renovarlo, para cubrir sus deficiencias. Sino para crear un modelo nuevo. Un modelo universal y radicalmente diferente al que hemos teorizado en las últimas décadas.

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