Iñaki Egaña
Historiador

Falsos positivos

Ahora que el proceso de paz avanza en Colombia vuelven a la actualidad los llamados «falsos positivos», un término acuñado para designar a aquellas personas que eran ejecutadas extrajudicialmente por la policía o los militares bajo la acusación de ser guerrilleros.

La expresión comenzó a conocerse en 2008, y ya entonces alcanzaba a un millar de campesinos que aparecían en las listas de bajas de los grupos armados colombianos, muertos en enfrentamientos con las fuerzas del Estado.

Se trataba de engrosar la efectividad del Estado terrorista liderado por el presidente Álvaro Uribe, de inflar la militancia de las FARC-ELN con el objeto de aclamar la eficacia policial. Matar civiles y revestirlos de aureola subversiva para justificar nuevas y masivas violaciones de derechos humanos. También había un segundo objetivo, más prosaico pero igual de eficiente, la obtención del ejecutor de una paga anexa a su sueldo, cerca de 2.000 dólares por muerto. Como en el Viejo Oeste.

En 2010, Philip Aston, relator de Naciones Unidas, anunciaba la sistematización de las ejecuciones extrajudiciales sobre ese parámetro, denunciando que la impunidad alcanzaba al 98,5% de los casos abiertos. Hoy, ya en 2015, los casos en investigación se acercan a los 3.500. Hace unas semanas, al amparo de los Acuerdos de Paz, la Fiscalía ordenaba por primera vez la imputación de 22 militares, imputados por casos de «falsos positivos».

En Google Maps me dicen que la distancia entre Bilbao y Bogotá es de casi 13 horas, y que viajar entre ambas ciudades, con alguna escala al menos, sólo se puede hacer en avión. Dos continentes. La televisión colombiana, que recibo junto a decenas por cable, me llega a través del hilo y doy fe de que la distancia también es cultural, humana, social.

Pero, siempre hay un pero. Cuando oigo hablar de los falsos positivos colombianos, de las imputaciones hechas a civiles convertidos en guerrilleros para halagar la eficacia policial o agrandar la bolsa, no puedo menos que retornar la mirada hacia nuestro territorio y reconocer decenas, cientos de casos de falsos positivos cuyo recorrido judicial ha sido nulo.

Recordando que el aparato judicial es uno más del Estado, dicen que una de sus tres patas, y que, como en otras cuestiones, defiende sus razones, las que Maquiavelo reivindicaba como ejercicio de supervivencia, las que Pasqua, aquel infausto ministro del Interior francés, ponía como freno a la extensión de la democracia. Y esa caja de Pandora se abrió leyendo el otro día, en este mismo medio, las declaraciones de los hijos de Iñaki Etxabe, ejecutado en Arrasate por fuerzas militares o paramilitares (para saberlo habría que tener acceso a una información todavía clasificada a pesar de que han pasado 40 años) a quienes un juez niega el acceso al expediente del caso por razón de su apellido, es decir por razón de Estado. Etxabe no era combatiente, ni guerrillero, un simple tabernero con lazos familiares que llegaban hasta Donibane Lohizune. Un objetivo fácil para agrandar las «listas de la eficacia». En EEUU, los documentos sobre los falsos positivos se desclasificaron en 2009. Aparecieron casos relativos a 1994, 15 años atrás. En España, el pasado sólo tiene un color. Hace unos meses, la familia de Blanca Salegi e Iñaki Garai vio denegada también su petición de información sobre los hechos que ocasionaron su muerte en 1975, en Gernika, a manos de la Guardia Civil. Desarmados, socios de Acción Católica, recibieron ambos el tiro de gracia mortal.

Los falsos positivos, eufemísticamente tratados de diversas maneras, han tenido un largo recorrido en la actividad ocupacional del Estado en nuestra tierra. La diferencia con ese país que se llama Colombia y que acuñamos en la lejanía, más cerca de Macondo que de la realidad cotidiana, reside en el reconocimiento. Los 3.500 casos citados al otro lado del Atlántico, contrastan con el «cero por parte de los que defendemos la unidad de España» como afirmó rotundamente Basagoiti.

La negación a la reparación de miles de víctimas del franquismo durante la dictadura, o las decenas, más del centenar, de víctimas en estos cincuenta años, tiene que ver con su imputación de «terroristas» o «subversivos». Se da por buena la calificación judicial que produjo el hecho de sus muertes, a pesar de la nula o escasa legitimidad de las causas. Son, en realidad, falsos positivos, revestidos por una Ley de Punto Final para los casos del franquismo, o del sempiterno «todo es ETA» para los más recientes. A día de hoy, miles y miles de vascos sufren las consecuencias de esos falsos positivos, tanto en su currículo, como en la modificación de su vida diaria. Me asaltan los ejemplos y seguro que ustedes, lectores con criterio, recuerdan también decenas de ellos. El de los cuatro jóvenes de Iruñea imputados por el juez Ruiz Polanco, a cuenta de la muerte de un concejal en Leitza, que tras dos años en prisión fueron excarcelados sin cargos, fue uno de esos escándalos que apenas recibió unas líneas.

En su origen, las «autoinculpaciones» tras sesiones de tortura. Xabier Beortegi de Arrotxapea, fue detenido en 2011. Hoy su causa está sobreseída. El año pasado, las torturas que sufrió alcanzaron al Tribunal Europeo de Derechos Humanos de Estrasburgo. Al parecer, Beortegi era el astado llamado Islero que mató al torero Manolete en 1947, más de 40 años antes de su nacimiento. Aberraciones como esas son producto de las autoinculpaciones por torturas.

Aberraciones como la condena del supuesto autor de la muerte del jefe de la Policía Municipal de Andoain, por un 75% de coincidencias en el ADN, según su abogado defensor. En criminalística, las coincidencias de ADN para ser probatorias necesitan alcanzar el 99%. Pero para los jueces que le condenaron, ese 75% era «suficiente aunque no ideal». Más importante era, según sentencia, «la proximidad del acusado al movimiento independentista de la izquierda radicalizada». Como saben, el condenado fue absuelto de pertenencia a banda armada y otros cargos habituales.

Las recientes declaraciones del ministro del Interior español a cuenta de las detenciones de Baigorri dejan la puerta a la aceptación tácita de que la práctica de los falsos positivos ha sido utilizada masivamente contra la población civil: «Lo que queda de ETA es un microbús pequeñito». Si es eso cierto, dónde reside, por ejemplo, la petición de la Abogacía del Estado y la Fiscalía General que en 2011 solicitaban la ilegalización de Sortu, por pertenecer a ETA y que por cierto avaló el Tribunal Supremo. Cabría recordar que cuando el Tribunal Constitucional legalizó Sortu, en 2012, sólo un voto separó la decisión. Los que votaron en contra seguían afirmando que todos sus militantes continuaban siendo ETA.

Decenas de miles de «contaminados» en la década de las ilegalizaciones, centenares de presos, civiles condenados en las causas contra GGAA, Segi, Jarrai, Egunkaria, Egin, 18/98, Herrikos, 35/02... Incluso los absueltos en macroprocesos, como el reciente contra 40 jóvenes de Segi, eran, siguiendo el hilo argumental abierto por Fernández Díaz, falsos positivos. Destinados a inflar la eficacia del Estado, de su razón. Si ahora se caen de ese argumentario («microbús pequeñito»), va a resultar que, como en Colombia, los falsos positivos se deberían contar por miles. Y si alargamos la vista un poco más atrás hacia la Transición, hacia el franquismo, esa que niega España repetidamente, desoyendo incluso los consejos y advertencias de Naciones Unidas, esos falsos positivos serían decenas de miles.

Hay 8.135 kilómetros entre Bogotá y Bilbao. Un océano por medio, el Atlántico. Pero, siempre hay un pero, la distancia entre las prácticas de Álvaro Uribe y sus ministros del Interior (Londoño, Pretelt, Hoguín y Valencia) con las de Pérez Rubalcaba o Fernández Díaz, apenas llegan a unos metros. Los falsos positivos tienen la culpa de esa cercanía. Y, of course, la sempiterna impunidad que emana de los despachos bañados por el Manzanares.

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