José Díaz
Licenciado con Honores en Política Internacional por la Universidad de Stirling (Reino Unido)

Fracción del Ejército Rojo (RAF): Una reinterpretación de la violencia política

El surgimiento de la Fracción del Ejército Rojo (RAF) en Alemania Occidental está intrínsecamente ligado a la atmósfera de profunda urgencia moral y ansiedad histórica que impregnaba finales de la década de 1960. Para comprender a la RAF con ecuanimidad −no en el sentido de aprobar sus acciones, sino de reconocer las motivaciones humanas y las frustraciones políticas que la moldearon− es necesario comprender el mundo al que se enfrentó. Sus fundadores no eran monstruos, ni símbolos abstractos del extremismo, sino individuos que se sentían obligados a responder a injusticias que consideraban inmediatas e intolerables. Su trágica historia reside precisamente en esta tensión: si bien gran parte de su confrontación política e ideológica se basaba en reivindicaciones legítimas contra el imperialismo, el poder estatal y la continuidad histórica del fascismo, su decisión de abrazar la lucha armada reflejaba un profundo anhelo de tener voz y voto en un mundo que percibían como violentamente inmutable.

La crítica de la RAF al imperialismo surgió de un contexto internacional marcado por las revoluciones anticoloniales y la devastación de la guerra de Vietnam. Para una generación de jóvenes europeos, las imágenes del napalm, los bombardeos masivos y el sufrimiento de la población civil no eran abstracciones geopolíticas lejanas, sino provocaciones morales. La estrecha alianza de Alemania Occidental con Estados Unidos hizo que muchos se sintieran cómplices de un sistema que, a su juicio, reproducía las mismas jerarquías y la violencia que las naciones en proceso de descolonización luchaban por desmantelar. Hoy en día resulta difícil comprender la profundidad de este impacto moral: para muchos activistas, la guerra representó una ruptura civilizatoria, un momento en el que el silencio se sentía indistinguible de la complicidad. En este contexto, la RAF consideró sus acciones como una expresión de solidaridad con los pueblos oprimidos de todo el mundo; su intento, aunque imperfecto, de interrumpir la injusticia global desde el seno de la alianza occidental.

En el ámbito interno, la radicalización del grupo estuvo marcada por heridas que no habían cicatrizado tras la Segunda Guerra Mundial. Muchos jóvenes de Alemania Occidental descubrieron, a menudo con auténtico horror, que antiguos funcionarios nazis ocupaban puestos de poder en el poder judicial, la policía y la administración pública. La sensación de que la República Federal había «pasado página» demasiado rápido −sin asumir responsabilidades estructurales ni morales− generó un sentimiento generalizado de traición. Las instituciones democráticas que se suponía que debían representar una ruptura total con el pasado parecían, para algunos, comprometidas desde sus propios cimientos. Las Leyes de Emergencia de 1968, que ampliaron los poderes del Estado en tiempos de crisis, no hicieron sino reforzar la sospecha de que Alemania Occidental aún albergaba tendencias autoritarias. Para aquellos que más tarde se unirían a la RAF, estos acontecimientos no fueron meras decepciones políticas sino amenazas existenciales, lo que sugería que la promesa de la democracia de posguerra era frágil o incluso insustancial.

Desde esta perspectiva, el giro de la RAF hacia la violencia reflejaba menos una atracción por la brutalidad que una profunda desesperación política. Cada vez más convencidos de que las vías democráticas para un cambio significativo estaban bloqueadas o eran superficiales, llegaron a creer que solo una acción drástica y confrontativa podría exponer la naturaleza coercitiva subyacente del Estado. Sus escritos no revelan triunfalismo, sino ansiedad: una búsqueda urgente, a veces angustiosa, de claridad moral en un mundo que percibían a la deriva hacia la complicidad con la violencia global y nacional. Esto no justifica sus decisiones, pero sí ayuda a explicar cómo individuos inteligentes e idealistas pudieron llegar a considerar la lucha armada como la única respuesta honesta a un sistema que creían incapaz de reformar.

La tragedia de la RAF reside en parte en la discrepancia entre sus aspiraciones políticas y la realidad de la sociedad que los rodeaba. Su creencia de que actos aislados de resistencia podrían catalizar un despertar revolucionario más amplio se basaba en una visión desmesurada de las posibilidades, heredada de las luchas anticoloniales en el extranjero. Pero Alemania Occidental no era Argelia ni Vietnam, y la RAF interpretó erróneamente la cultura política de una sociedad que experimentaba una creciente prosperidad, reformas sociales y una expansión gradual de la participación democrática. Sus acciones generaron temor en lugar de movilización, y la rápida escalada entre sus operaciones y las contramedidas cada vez más sofisticadas del Estado los sumió en un aislamiento aún mayor. Lo que había comenzado como una protesta moral contra la injusticia se convirtió en un mundo cerrado de clandestinidad, sospecha y violencia creciente.

Cuando el grupo finalmente se disolvió en 1998, su fin representó mucho más que la conclusión del ciclo de vida de una organización. Señaló el cierre de un momento histórico en el que la violencia revolucionaria aún se vislumbraba, aunque tenuemente, como un agente concebible de transformación política en Europa. El cambiante panorama político −el auge de los movimientos ecologistas, el activismo feminista, las redes transnacionales de derechos humanos y la institucionalización de reivindicaciones otrora radicales− dejó obsoletos los métodos y la visión del mundo de la RAF. Su historia se convirtió en una advertencia no solo sobre los errores de juicio político, sino también sobre los costos emocionales y éticos que asumen quienes llegan a creer que solo la violencia puede restaurar la justicia.

Una lectura comprensiva de la RAF no exige justificar sus acciones; más bien, nos invita a considerar su historia como una ventana a las contradicciones de las sociedades democráticas modernas. La violencia política no surge de la nada. A menudo refleja las tensiones entre los ideales que las naciones dicen defender y las injusticias que siguen tolerando. La violencia de la RAF fue reprobable para la sociedad que los rodeaba, pero las fuentes de su motivación −la guerra imperialista, los vestigios del autoritarismo, la culpa histórica no resuelta− no eran meras fantasías. Su trayectoria nos anima a afrontar la incómoda verdad de que, cuando los sistemas democráticos no logran abordar de forma significativa las profundas injusticias morales, algunos individuos buscarán caminos alternativos, más destructivos.

En este contexto, la RAF se convierte no solo en un símbolo de la violencia revolucionaria, sino en un espejo que refleja los dilemas irresueltos de la sociedad que la engendró. Su historia nos invita a reflexionar no solo por qué los individuos recurren a la violencia, sino también cómo responden las sociedades ante quienes perciben sus estructuras políticas como fundamentalmente ilegítimas. El legado de la RAF perdura no en sus acciones, sino en las preguntas que nos obliga a seguir planteándonos sobre la naturaleza de la legitimidad política, los límites de la disidencia y las posibilidades −y los límites− de la transformación democrática.


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