Iñaki Egaña
Historiador

Galindez, un mito que no se sostiene

Cada comunidad tiene sus mitos, creencias, algunas ciertas, otras sin sustento histórico alguno. Hace unas semanas ha pasado, sin pena ni gloria, el 60 aniversario de la desaparición y muerte de Jesús Galíndez, delegado vasco en Nueva York. A día de hoy, su desaparición sigue siendo una especie de mito entre nosotros, rodeada de una aureola de misterio que eclipsa su trascendencia histórica.

Una ramificación asentada en la estrecha colaboración de Galíndez con el FBI norteamericano y, sobre todo, con la gran transferencia de fondos del departamento de Estado de Washington para la creación de la Democracia Cristiana en Europa, con el fin de afrontar por vía oficial el auge del comunismo.

Una transferencia que se hizo a través de Galíndez y por extensión del PNV. Sería el partido entonces liderado por el lehendakari Agirre el que se hizo con la dirección de la Democracia Cristiana europea, por decisión estadounidense. Hasta que en 2000 el PP logró la expulsión del PNV de la Internacional Demócrata-Cristiana. No hubo pago simbólico siquiera por los servicios prestados.

Galíndez no es un desaparecido. Sólo la intención de borrar la memoria de la actuación pro yankee del PNV durante la Guerra Fría, con sus múltiples facetas opacas, mantiene esta absurda tesis. Aún en 2014, cuando Pablo de Greiff, relator de Naciones Unidas para los Desaparecidos, visitó España y Hego Euskal Herria, el PNV volvió a rescatar su caso para señalar que Galíndez seguía desaparecido. Falso.

El dictador Rafael Trujillo, presunto ordenante de la detención y desaparición de Galíndez, murió en un atentado el 30 de mayo de 1961. Tras una interinidad compartida por Joaquín Balaguer (presidente constitucional) y Ramfis Trujillo (hijo del dictador y jefe de las Fuerzas Armadas), se promovieron elecciones generales, el 20 de diciembre de 1962, que llevaron al poder a Juan Bosch. Entre la muerte de Trujillo y la victoria de Bosch (19 meses) se produjeron numerosos crímenes políticos y una subcomisión de la OEA (presidida por el colombiano Augusto Araungo) visitó la República Dominicana para observar la situación de los derechos humanos.

A comienzos de 1962, diversos grupos opositores a Trujillo, y al calor de los crímenes más recientes, habían denunciado la desaparición durante la dictadura de unas 200 personas (entre ellas la de Galíndez). La mayoría de estos desaparecidos habrían sido enterrados irregularmente en las cercanías de San José de Ocoa. Varios de los casos fueron denunciados a la prensa y, como es obvio, el caso de Galíndez saltó a los medios norteamericanos.

“The New York Post” fue el que más información aportó al respecto. El 13 de enero de 1962 dos partidos políticos dominicanos (Partido Dominicano Revolucionario y Movimiento 14 de Junio) crearon una comisión para identificar y recuperar los cadáveres de los muertos en la región de San José de Ocoa, entre ellos el de Galíndez.

La citada Comisión instauró una subcomisión destinada a identificar los restos de Galíndez y a recoger testimonios sobre su muerte. Varios testigos declararon haber observado que en la noche del 21 de septiembre de 1956, un cadáver fue arrojado desde un coche a un barranco, bajo el puente del lugar conocido como Arroyo Limón. También que ese mismo día estuvo en el pueblo Octavio de la Maza (presunto secuestrador de Galíndez). Dos días después, el cadáver fue enterrado en el mismo lugar por un grupo de cinco personas dirigidas por Ostaniel Pérez Díaz, alguacil de San José de Ocoa. En los dos días que el cuerpo estuvo sin ser enterrado, al menos dos personas Francisco Pérez Velázquez (antiguo alumno de Galíndez) y Abel Ballesteros (refugiado español y amigo de Galíndez), identificaron «sin ningún género de dudas» el cadáver como el de Galíndez.

La Comisión puso esos datos en poder del Gobierno dominicano y el caso pasó a manos del juez Raúl Fontana Olivier, quien abrió diligencias. Ordenó recuperar los restos del cadáver que fueron exhumados por el mismo alguacil que los había enterrado, Ostaniel Pérez Díaz. Los huesos fueron analizados por el médico Mota Medrano quien interpretó raza, estatura y edad. Coincidieron con las de Galíndez. El juez Raúl Fontana guardó en su despacho los restos presuntos de Galíndez.

A mediados de 1962, en pleno debate político sobre el futuro del país y bajo la presión de los crímenes políticos, M. Sánchez, delegado de la República Dominicana en ONU, anunciaba que su Gobierno no haría más averiguaciones sobre el caso Galíndez y que la investigación, de haberla, correspondía a EEUU, puesto que el delegado vasco había desaparecido en territorio norteamericano. El juez Raúl Fontana, aparentemente, cerró el caso.

Ampliando estas informaciones y con el objeto de lograr otras nuevas relacionadas con el lehendakari Aguirre (aún permanecen sin desclasificar los archivos del Departamento de Estado con su referencia), llegué a Nueva York en marzo de 2006. Fui detenido, tratado como un delincuente e interrogado por la marcha de mis investigaciones. Aunque diez años después siga pareciendo inverosímil ese resguardo a cal y canto del pasado, lo cierto es que todas las preguntas que me realizó la Policía se referían a hechos sucedidos 45 años antes. Y, por supuesto, sobre mis fuentes.

Después de esta surrealista detención, 27 horas más tarde fui deportado a Madrid, donde la Policía española, tras examinar las acusaciones norteamericanas contra mi persona, me puso en libertad sin cargos. La Asociación Internacional de Escritores, el PEN Club, se hizo cargo de mi detención, logró interpelar incluso al respecto, junto a otros investigadores en mi situación, a Condoleezza Rice, entonces delegada de Estado en el Gobierno de George Bush. En balde.

Un año más tarde, me reuní, por separado, con el entonces lehendakari Ibarretxe y el senador Iñaki Anasagasti. Galíndez era uno de los suyos. Debían conocer, en consecuencia, la trayectoria de la investigación. Me atendieron con interés, lo reconozco. Simultáneamente, me dirigí a varios actores políticos y judiciales de República Dominicana. Un mismo objetivo. Concluir un caso abierto sin justificación.

Tanto Ibarretxe como Anasagasti me animaron en la investigación y me dirigieron al «responsable de esos temas» en el Partido, Joseba Agirretxea. Ahí concluyeron las pesquisas cercanas. Agirretxea «perdió» la documentación que le entregué y luego me evitó con descaro. Un sector del PNV prefería mantener a Galíndez en la esfera de los desaparecidos.

Desde Santo Domingo, en cambio, Reinaldo Pared Pérez, entonces presidente del Congreso y Senado dominicanos, tomó cartas en el asunto. En los archivos del Gobierno no había expedientes relativos a Galíndez, me dijo. Sin embargo, se comprometía a abrir cuantas puertas hicieran falta. Pero, sin el apoyo del PNV, a fin de cuentas Galíndez era de los suyos, ¿merecía la pena?

Cerré mi carpeta sobre Galíndez, hasta que la volví a abrir recientemente. Culpa de ello la tuvo Ángel Amigo, también investigador del caso y guionista de la película de Ana Díez, ‘Galíndez’ (2002). Ángel me daba la noticia de que el libro sobre Galíndez de Stuart McKeever, que aportaba varios documentos desclasificados sobre el delegado vasco que llegaban hasta 2013, había sido traducido al castellano. En una edición dominicana. No había novedades sobre la «desaparición». Sí, en cambio, sobre implicaciones norteamericanas en el caso.

Y así ha llegado el aniversario. Sin apenas ruido, y menos eco. En nuestro imaginario colectivo, Galíndez sigue siendo un desaparecido que, en ficciones de época, fue arrojado a los tiburones. Espionaje, muertes, confidencias, operaciones encubiertas… Temas de novela, también de realidad. En este caso, la realidad es sólo una. Y como decía aquel lema de una serie televisiva, está ahí fuera.

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