Josu Iraeta
Escritor

Gestionar la paz, no será fácil

Se sabe desde hace mucho tiempo que eso que se llama «realidad» es una mezcla de hechos, valoraciones, puntos de vista y hasta gustos personales, con frecuencia difíciles de distinguir. Es por eso que cuando se recurre «a los hechos», como hemos escuchado en algún discurso del pasado Aberri Eguna, para justificar una determinada opción social o política, se está utilizando también una determinada –y no única– interpretación. Lo perverso del tema está en que además de quienes utilizan la fórmula para tergiversar, los hay quienes lo hacen sin ser conscientes de ello.

Es parte del eterno dilema; «ser o parecer» y es que la ideología liberal, que si bien tiene diferentes vertientes, antepone como corazón de su sistema la prioridad del individuo sobre la sociedad. Recordemos una frase de una famosa liberal de culto como Margaret Thatcher, que llegó a manifestar sin empacho alguno; «la sociedad no existe», añadiendo que «lo que llamamos sociedad no es otra cosa que la simple suma de las decisiones individuales de sus miembros».

Hay quienes manifiestan que priorizar la sociedad sobre el individuo no deja de ser una pretensión ideológica, pero yo opino que lo contrario, es decir, la exaltación del individuo frente a la sociedad no lo es menos. Sinceramente, creo que es tan erróneo magnificar un Estado omnipotente como divinizar al individuo aislado.

Contraponiendo a Thatcher, podemos recordar la opinión –para mí mucho más interesante– de Aristóteles que dijo: «Lo que nos constituye como hombres, es ante todo el lenguaje. No somos individuos que además hablamos, sino que es el lenguaje el que nos hace humanos», y esto hay que admitirlo por su peso, pues el lenguaje es la base de la sociabilidad.

Es evidente que estos planteamientos generan una competición de prioridades entre el individuo y la sociedad y eso implica, pienso yo, caer en una trampa ideológica, y lógicamente se puede observar cómo desde una u otra opción se seleccionan situaciones y hechos que justifican su postura. Algunos subrayan las consecuencias nefastas de todo tipo de colectivismo, desde el comunismo y el fascismo, sin olvidar el fanatismo religioso, al que comparan con los «nuevos» nacionalismos.

Nadie puede negar la parte de verdad de esos argumentos, sin embargo quienes así defienden su opción «liberal», olvidan la historia de las naciones llamadas «libres» y su apoyo a las más salvajes dictaduras del Tercer Mundo. Todo ello en nombre de la libertad de mercado. Sin olvidar las condiciones que soportó la clase trabajadora en tiempos de la fundación del Estado liberal.

En contra de lo que afirman aquellos que hoy se proclaman –o no– liberales, la raíz y fundamento de su ideología no es la libre elección, sino la competitividad. Aquello que defendía ufano un «socialista», hijo de Tafalla, Carlos Solchaga, y que hoy practican todos los gobiernos que acceden a La Moncloa. De hecho, aplican una confesión ideológica que algunos llamaron  «darwinismo social», que en resumen defiende que la sociedad solo puede progresar si no interfiere en la lucha entre los más fuertes y los más débiles. Es decir, aplicando el modelo de la evolución de las especies.

Como consecuencia, la sociedad y el propio Estado deben situarse al margen de esa lucha. La protección de los débiles además de retrasar a los «buenos y mejores», dicen, supone un fraude que distrae los recursos imprescindibles para el progreso. Este es el «catón» del que beben tanto el Gobierno del PP como todos sus socios.

Es evidente que este discurso resulta duro e inaceptable, teniendo presente que vamos por la segunda década del siglo XXI, por eso se subraya la «libre elección individual», lo que parece más atractivo y aceptable, pero que de hecho es idéntico.

La historia nos ha demostrado que el pretender que las relaciones sociales se organicen de manera que los individuos no estén unos en función de otros –explotación del trabajo ajeno–, sino que tengan asegurado un marco de relaciones en el que se pueda desarrollar la personalidad de todos, no se consigue dando «vía suelta» a los intereses privados. De este modo nadie asegura la justicia, puesto que tal como nos muestra la historia reciente –hoy mismo–, los órganos democráticos de decisión son sustituidos por grupos de interés económico-político. Es lo que está ocurriendo en el sur de Euskal Herria. El poder de estos grupos aumenta en la medida que disminuye el control democrático sobre ellos. Quiero subrayar que en este párrafo expreso con claridad, –a mi entender– la razón del actual y enconado enfrentamiento entre Patronal Vasca, y ELA y LAB.

El actual liberalismo que profesan no sólo PP y PSOE, también su socio el PNV, –porque cómo olvidar el deambular por Lakua de verdaderos esperpentos, que hoy ejercen gracias a la puerta giratoria de gallardos legionarios de la democracia española– es un liberalismo epidérmico. Aquello de la separación de poderes, control del poder ejecutivo por el legislativo, garantías individuales de libertad de conciencia y pensamiento, crítica a los abusos y arbitrariedades del poder, son conquistas de un liberalismo clásico. Los liberales de hoy cabalgan a lomos de un «tigre predador» insaciable, y el resto es sólo literatura, caducas formulaciones.

Y digo que es sólo formulación porque, cuando se establece lo inevitable, es decir, el cruce entre la libertad de conciencia y la libertad económica, también entre la autonomía del individuo y el «reglamento» del juego del mercado, es donde salta el conflicto. Esta es la clave del actual neoliberalismo.

No hay que olvidar, que el liberalismo, en los momentos clave de la lucha social, se arrima siempre al autoritarismo. Cuando se ven incapaces de persuadir, recurren a la fuerza en todas sus expresiones.

Este renovado pero viejo «capitalismo popular» que impera en el Estado español, preserva y desarrolla el dominio de las minorías dominantes, conjugándolas con democracias formales,  activando un Estado mínimo en lo económico y máximo en lo policial y militar. Este neoliberalismo ha conseguido erosionar un modelo con avances sociales, que son sustituidos por el desarrollo de los aspectos coactivos del Estado. 

Hoy, los vascos que pretendemos, de verdad, un nuevo marco de relaciones con el Estado Español, y a pesar de lo que se dice, no estamos en condiciones de plantear con rigor el final de un ciclo político. Y no lo estaremos, mientras parte del nacionalismo vasco, –el PNV–, priorice como hasta ahora, seguir inmerso en su eterno dilema «ser o parecer», interpretando la gestión que con sus, forzadas, puntuales e imperiosas dádivas, permita el nacionalismo español desde Madrid.

En este panorama es donde el Sr. Urkullu pretende, supuestamente, negociar con el Estado español más autogobierno en base a su personal «bilateralidad». Así es hoy y quizá también lo sea mañana, como unos y otros –para no perder sus cotas de poder–, mantendrán vivo este largo y doloroso conflicto.

El desarrollo de este trabajo lleva a una conclusión seria y grave: en estas condiciones, gestionar la paz no será fácil.

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